//LITORAL
_ _EL JOVEN BAJÓ del ómnibus sin mirar atrás. El litoral estaba desierto. Una niebla umbría tapizaba las ruinas de lo que alguna vez fue el puerto fluvial de la zona sur. Los carteles arrancados, las calles cubiertas de brasas de papel podrido, y el viento sibilante que traía el eco lejano de un oboe quemado. Llevaba puesto un saco negro de cuero, gastado, con el forro hecho jirones. Bajo los botones oxidados, se adivinaban cicatrices recientes.
_ _El barro le llegaba hasta los tobillos. La tibia izquierda le dolía desde el último encuentro con los perros de neón. A diferencia del miedo que solían inspirar esos engendros biomecánicos, ahora lo inquietaba algo más profundo, una vibración en el aire, como si la carne del mundo estuviera germinando en dirección contraria.
_ _“Ahora no hay tiempo para rituales”, murmuró. Las palabras se perdían en el soplido húmedo del delta. En su mochila, entre vendas sucias y una caja de naipes con símbolos grabados a fuego, cargaba el último resto de sustancia. No sabía bien qué era: los beduinos urbanos del Nilo lo llamaban “ébano fluido”, aunque parecía más bien un pedazo de noche licuada.
_ _Avanzó entre las ruinas. Las columnas del viejo centro comercial sobresalían como huesos rotos. Allí habían colgado cuerpos durante el primer invierno de la hambruna. Era ilógico que todavía quedaran manchas de sangre, pero ahí estaban. Como si el tiempo no corriera igual aquí.
_ _Del fondo de un túnel, se oyó un sonido hueco, metálico, como si alguien golpeara una chapa con un cráneo. El joven se detuvo. La sensación en la espalda era inequívoca: algo lo miraba desde más allá del concreto. Algo sin ojos.
_ _Su respiración se aceleró. Le vinieron flashes: una uva podrida entre los dientes de su madre; la guitarra que usaban para torturar a los desertores; el ñandú ciego que les daba huevos hasta que sangró por las plumas. Todo había sido antes de la ruptura. Ahora era otro mundo, y la memoria se le aparecía como una historieta inconexa garabateada en la piel de un muerto.
_ _Se metió entre los restos de un gimnasio. Adentro había olor a carne sin refrigerar. En el centro, un cuerpo abierto como flor de tripas. No era reciente. Pero alguien —o algo— lo mantenía fresco. Los órganos estaban ubicados con una precisión que imitaba la lógica de un puzzle.
_ _“Esto no es hambre”, pensó. “Esto es rito.” Se arrodilló junto al cadáver y puso su mano en el pecho abierto. No sentía repulsión. Sentía frío. Y un cosquilleo en los dedos, como si algo intentara escalarle por la piel desde el interior del muerto. Un ruido. Goteo. ¿Sangre? No. Era el mismo ébano fluido que cargaba en la mochila.
_ _“¿Qué mierda hay acá?. “¿Qué me imputa este lugar?” Del fondo del gimnasio surgió una figura. No caminaba. Flotaba. Era alta, fibrosa, sin sexo aparente. Tenía la piel como cuero mal curtido y un halo brillante detrás del cráneo, como una aureola invertida. Habló sin abrir la boca: “Volviste”.
_ _“No te conozco”, dijo él. “Mentís.” La figura bajó. Se sentó al lado del cadáver como si fuera una mesa de desayuno. Con las uñas —negras, largas, brillantes como cuchillas— extrajo un pedazo del hígado y lo sostuvo frente a su rostro. “Comé.”
_ _El joven retrocedió. “No.” “¿Entonces para qué cruzaste el río? ¿Por qué sobreviviste al gas, a los ogros neutrales, a los sacos de silencio que crecen en el sur? No viniste por libertad. Viniste porque tenés hambre.” Y sonrió. Una sonrisa sin dientes. Sin carne. Una grieta húmeda que se abría desde la frente hasta la garganta.
_ _Corrió. Cayó. El barro se tragó su pierna derecha. A lo lejos, un chillido como de pumas siendo violados. El cielo se puso púrpura. Luego verde. Luego nada. El tiempo colapsó. Estaba en otro lugar. Una caverna de huesos donde voces femeninas recitaban obituarios sin nombres.
_ _Despertó desnudo, colgado boca abajo. Tenía la tibia atada con alambres de cobre. Del techo pendían otros, como él. Algunos se movían. Otros tenían la carne licuada, apenas sostenida por la piel. En la pared, grabado con dientes humanos, se leía: AQUÍ GERMINA LA CARNE QUE NIEGA AL VERBO.
_ _Una mujer entró. O algo que había sido mujer. Llevaba un saco militar lleno de costuras. Tenía los ojos vendados y un tatuaje de cactus en el vientre. Se acercó y le acarició el pecho. “Sos blando”, dijo. “Eso es bueno.” Con una cuchilla de obsidiana le cortó un pezón. El dolor no fue lo peor. Lo peor fue el susurro que le llegó al oído: “No es ofensa. Es bendición.”
_ _Horas. Días. Años. Nada tenía lógica. El dolor era el nuevo idioma. Lo hicieron tragar fragmentos de historieta, mezclados con carne seca de ñandú, rociados con fluidos que salían de los orificios de otros cuerpos. Su mente se rompía en pedazos. Pero algo germinaba. Algo que se sentía fuerte. Familiar. Como un eco antiguo. Como un dios enfermo.
_ _Una noche, lo descolgaron. La mujer del saco le besó la frente. “Ahora caminás con nosotros.” Le pusieron una capucha hecha de piel humana. Le metieron los dedos en la garganta hasta que vomitó una flor negra. Aplaudieron. En ese rito sin sentido, sintió por primera vez que algo lo reconocía.
_ _Caminó con ellos. Una procesión de cuerpos deformes, envueltos en capas de plomo. Atravesaron los suburbios humeantes, donde las estatuas de políticos eran usadas como parturientas por criaturas de carne informe. Y cada paso era una negación del tiempo. Cada palabra que murmuraban era una blasfemia contra la lógica.
_ _Pasaron por el viejo zoológico. Las jaulas estaban vacías. En una de ellas, colgaba un cartel pintado a mano: LA YETA NO ES AZAR. ES VERDAD. Nadie explicó nada. No hacía falta. En este mundo, lo real era lo que dolía. Lo simbólico ya no tenía fuerza.
_ _Se detuvieron frente a una construcción sin nombre. Tenía forma de útero invertido. Del techo colgaban sogas. El aire olía a soja quemada. Uno por uno, los integrantes de la procesión comenzaron a desnudarse. Cantaban algo en una lengua gutural. La mujer del saco lo miró: “Ahora germinás”.
_ _Y entonces lo entendió. No era víctima. Nunca lo había sido. El hambre, el exilio, el dolor: todo había sido parte de una transmutación. La carne que niega al verbo, que destroza la hiperrealidad con la brutalidad de su grito. Abrió los brazos. Sintió cómo algo le crecía desde dentro. Como garras. Como raíces.
_ _Gritó. No de miedo. De nacimiento. El rito no lo transformó en monstruo. Lo devolvió al ser. Un ser sin lenguaje, sin historia, sin moral. El primer gesto fue desgarrar con las uñas el vientre del hombre más cercano. Le extrajo los intestinos y los arrojó como serpientes al cielo. El grito fue colectivo. Y bello. Germinó.
---
_ _PASARON DÍAS —o lo que quedaba del tiempo— desde que se convirtió en parte de la carne común. Caminaban sin rumbo fijo, en círculo, como si el mapa del mundo se hubiera desintegrado y la única dirección válida fuera hacia adentro. El joven, que ya no era joven ni tenía nombre, lideraba la procesión. Su piel comenzaba a endurecerse como corteza, pero aún latía. Aún sentía. Y cada paso era una venganza contra el logos.
_ _El ritual se repetía en cada enclave: cuerpos abiertos, símbolos tatuados con excremento sobre los rostros, cánticos sin palabras que hacían sangrar las orejas. Lo hacían porque sí. Porque en este mundo, la única ley era la ofensa. No al otro, sino al simulacro mismo. A lo que quedaba de orden. A lo que alguna vez se llamó “realidad” antes de que la Hiperrealidad nos devorara desde la pantalla y los parlantes.
_ _Una noche, encontraron un refugio subterráneo, antiguo, con inscripciones en las paredes que mezclaban jeroglíficos del Nilo, graffiti con errores ortográficos y citas apócrifas. En el centro, sobre una mesa de mármol negro, yacía una yunta de cadáveres fusionados por el pecho, como si hubieran intentado copular hasta volverse uno. Eran bellos. Tenían algo ancestral. Algo egipcio.
_ _Los otros se arrodillaron. El joven se acercó. Tocó la frente de uno de los cadáveres y sintió un latido débil, apenas perceptible. Fue entonces cuando algo cambió. Un temblor. Una voz. “No hay fuera.” “¿Qué carajo…?” “Te sentirá. Porque lo que negás te nombra.” El cuerpo abrió los ojos. Negros. Sin iris. Sin alma. Y en ellos vio su reflejo. Y no se reconoció.
_ _Gritó, no de miedo sino de náusea. Se apartó. Golpeó la mesa hasta quebrarse los nudillos. “¡Basta!” La mujer del saco se acercó. Ahora caminaba como puma, a cuatro patas, su cabello era lodo, su aliento olía a ébano y vómito. “No hay basta. Sólo hay germinar.” Y le lamió los dedos ensangrentados.
_ _Entonces comprendió. Que todo aquello no era una rebelión. No era redención. Era más profundo. Era el orgasmo inverso de la carne cuando ya no tiene espejo. “Esto no es revolución.” “No.” “Es… ¿revelación?” “No.” “¿Entonces qué?” “Es lo que queda cuando ya no queda Ser. Es la ofensa contra el vacío que finge ser Todo.”
_ _Huyó. Por primera vez en semanas, escapó. Atravesó lodo, canales secos, ruinas de shoppings reconvertidos en capillas del caos. Aullaba. Vomitaba. Le sangraban los ojos. En su huida se cruzó con un anciano cubierto de papeles plastificados. El viejo le ofreció una historieta rota. “¿Esto es lo que buscás?”, dijo con voz nasal. Era El Eternauta, versión censurada. Faltaban páginas. En su lugar, había dibujos de coitos con cadáveres. “Lo vendían así en kioscos del litoral”, dijo el viejo. “Antes de que todo germinara.”
_ _El joven —que ya no era joven ni humano— quemó la historieta con orina. “¡Todo esto es yeta! ¡Una puta maldición!” “Y sin embargo, aquí estás.” El viejo le sonrió. Luego se suicidó con una bolsa de plástico llena de soja. Siguió corriendo.
_ _Llegó a la orilla. El río estaba seco. Donde había agua, ahora había carne. Un lecho de tejidos palpitantes que emitía un sonido similar al de los ñandúes cuando apareaban por última vez. En el centro, un hueco. Una entrada. Sabía que debía entrar. Sabía que no había otra dirección.
_ _El túnel era tibio. Se sentía como útero. Las paredes se contraían. Adentro, voces. Una decía: “Aquí”. Otra susurraba: “Ahora”. Una tercera gritaba: “Imputate”. Caminó. Cada paso era como copular con el abismo. No quedaba de él más que instinto. Y en ese instinto florecía algo distinto. Una forma de ser que no necesitaba nombre, ni cuerpo, ni ley.
_ _En la cámara final, lo esperaban. No personas. No bestias. No ídolos. Eran fragmentos. Un ojo gigante. Un par de uñas flotando en formol. Un torso sin extremidades que eyaculaba fuego. Y en el centro, una cama hecha de huesos. Se acostó. La carne lo abrazó. Y vio todo.
_ _Vio que nunca hubo colapso. Que la realidad no se destruyó. Sólo mutó. Que esto no era el fin del mundo, sino su digestión. Que el simulacro había ganado. Y que ellos —los cuerpos, los monstruos, los nacidos del rito— eran su forma final. La carne era la pantalla. El dolor era el algoritmo. El rito, una actualización.
_ _Entonces despertó. En una oficina. Con saco y corbata. Frente a una computadora. “¿Soñaste otra vez?”, le dijo su jefa desde el cubículo. “Sí…” “¿El del río?” “Sí…” “¿Querés que te cubra mientras vas al baño?” “No. Estoy bien.” Se acomodó los anteojos. Abrió el Excel. La pantalla parpadeó. Y durante un segundo, creyó oír un chillido de ñandú. Pero no hizo nada.Porque era lunes. Y ya era tarde.
>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>
[tomado del bloque de cuentos "AISLADOS DEL SUR UMBRIO" de Diógenes Tacuara]
Comentarios
Publicar un comentario