// Ellos Son Cual Niebla Turbia

por Diógenes Tacuara 


LA JAULA TERMAL era un lugar real aunque nadie que saliera de allí conservara el lenguaje necesario para describirlo. No era prisión ni clínica. Tampoco tenía ubicación fija: aparecía en las afueras de pueblos domados por la radiación o sumidos en niebla turbia, siempre al borde de un olvido necesario. En ese sitio, se decía, cada huésped debía cumplir un voto. Un duro voto. Aceptar el mandato del irreal zar: un nombre antiguo para un dios menor, un monstruo de uñas umbrías que imitaba al icono del dolor, al Yahvé que, sin embargo, olía a jabón barato de lavadero.

Al momento de su ingreso, el locador del cuerpo —nunca voluntario, siempre capturado— era despojado de identidad. Se le inscribía un pez medusa tatuado en la espalda baja, un símbolo que ardía si pensaba en escapar. El procedimiento era fulminante, drástico, y ejecutado por un tren doméstico: un artefacto biomecánico con ruedas chirriantes y órganos palpitantes. En su interior se oía zumbar un ulular eterno, como el eco de un buey eviscerado. Todo egreso estaba vedado. Pero ella —Clara— no había llegado por azar: ella lo eligió.

Antes de llegar a ese lugar, Clara había vivido sola, entre hiedras crueles, leyendo bajo un ombú marchito. La jaula era, para ella, un mito glorioso. Durante años, devoró fotocopias, entrevistas a sobrevivientes, grabaciones ilegibles que mostraban apenas un temblor, un grito, o una silueta al borde del iceberg. Un saliente iceberg que ocultaba debajo un mundo al que ella sentía pertenecer más que a su realidad vulgar. “Con este ingreso”, pensaba, “mi necesidad vil se saciará”. Ella buscaba lo irreversible.

Los días dentro eran repetitivos pero imposibles de anticipar. Un ítem distinto cada jornada marcaba su condena. Una vez le entregaron una jaula con un anciano dentro. Al día siguiente, el anciano era ella. Después, su cuerpo se abría y salía de él un pez, o un tren, o un jabón hecho con la grasa de su espalda. “Bien”, decía una voz, “a quien echo, le devuelvo su vuelta irreal”. A veces, las palabras se materializaban. NEPTUNO GANA, leyó tallado en un cráneo. UTIL ES LEY, en una uña cortada. “De un pulso veloz”, susurraban los muros al respirar.

El sitio no aventura redención. Los que entran se enfrentan a sí mismos en versiones tan grotescas que terminan creyendo que nunca fueron reales. Ella recordaba a su madre gritando desde el vagón en que la empujaron, pero también la recordaba riendo, ebria, mientras arrancaba ojos a palomas con un cuchillo. No sabía cuál era el recuerdo verdadero. Quizás ambos lo eran. Quizás ninguno. DOMÉSTICO AL SALIENTE ICEBERG, decía una inscripción que encontró bajo su lengua. No tenía sentido. Pero igual la hacía estremecerse.

Los demás —"Ellos"— son sombras. Gente que no habla, que se arrastra. Iconos arruinados por el tiempo. Clara pensó que uno de ellos había sido su padre. Otro, una actriz porno de su adolescencia. Al tercero lo vio mirarla con un rostro desfigurado pero familiar. Todos compartían el mismo tatuaje. Todos seguían al tren cuando pasaba de noche, dejando un rastro de carne hirviente. Ella intentó no seguirlo. Entonces fue llevada a una celda especial, donde debía votar entre dos cosas: matar a un bebé o a su versión infantil. “Este es tu glorioso voto fecundo”, le dijeron. Eligió mal. El bebé murió. Después descubrió que también era ella.

Clara dejó de soñar. Soñar era peligroso. En los sueños regresaba al mundo real, pero con defectos: sin lengua, sin ojos, sin madre. En un sueño, todo era rojo, y una voz le decía: “Los trenes no aceptan retornos”. En otro, veía al zar. El irreal zar. Tenía la piel hecha de palabras y cada una dolía. “Tú viniste aquí por voluntad”, le dijo. “No hay reembolso, ni utopía. Solo radiación, niebla, y el olor de un fin”. Ella despertó sin uñas...y sin nombre.

Las normas del lugar eran arbitrarias. A veces se premiaba el dolor. A veces se castigaba la empatía. Un hombre que le ofreció agua fue devorado por un armario. Una mujer que le escupió un ojo recibió comida caliente. Clara aprendió a callar, a omitir, a fingir. Su cuerpo se volvió útil: se volvió ley. Lo prestaba para experimentos, para juegos, para castigos ajenos. Cuando sangraba, los muros cantaban. Cuando gritaba, el tren avanza. VECINALES DE UN PULSO VELOZ, escribieron con su sangre. No entendió. Pero lo repitió cada día.

Un día, el lugar cambió. Los pasillos eran distintos. Ya no estaban llenos de gritos sino de ecos. Clara encontró una sala donde flotaba un iceberg pequeño. En su interior, había un feto. El feto tenía su cara. Recordó la historia del buey, del zar, del voto. Todo era parte de un circuito, de un experimento de retorno, de clonación, de dios o castigo. Se preguntó si alguna vez había existido fuera. La jaula termal no tenía límites. “El sitio no aventura el egreso”, le repitieron. Ella dejó de pensar.

Volvió a soñar. Esta vez el ombú leía libros sobre ella. CLARA, LOCADOR DEL TERROR, decía uno. CLARA, ICONO DE LA NECESIDAD, decía otro. CLARA, CRUEL Y FULMINANTE, decía un tercero. El ombú hablaba, pero su voz era un ulular constante. A su lado, un pez medusa bailaba dentro de una olla hirviente. Ella quiso reír, pero no tenía mandíbula. Cuando despertó, estaba colgada boca abajo, con el vientre abierto, mientras le inyectaban palabras por la médula. “Con umbrías uñas, el tren ajustado de iones neutrales te hará una con el zar”, decía. Ya no le importó.

Y entonces, una nueva figura apareció. Un hombre. Vulgar. Ajeno a todo. Dijo venir de afuera. Se hacía llamar “El Ombú Leído”. Clara no entendió si era redentor o castigo. Él olía a jabón, a fuego, a electricidad. La tocó y le dijo: “Esto es un icono de Yahvé. No temas”. Luego la sumergió en una piscina con niebla turbia, donde se le proyectaron recuerdos ajenos: un niño comiendo vidrio, una madre acuchillando en un tren, un zar llorando mientras orinaba sobre una biblia. Ella gritó. El Ombú le respondió: “Gloriosa es la necesidad vil. Solo en el dolor se fecunda la salida”.

La jaula termal se disolvió. Clara apareció en una ciudad. Todo parecía normal. Su cuerpo estaba limpio. No tenía tatuaje. Caminó. Buscó ayuda. La gente le habló. Al principio, pensó que había salido. Vio gente, tiendas, aromas. Pensó: "el sitio no aventura egresos, pero tal vez yo...". Pero algo no encajaba. En la calle, todos los carteles decían: NEPTUNO GANA, AJÚSTATE, ELLOS SON LEY. Al mirar al cielo, vio al tren. Nadie más lo notaba. Corrió. Cayó. Se miró la espalda: el pez medusa estaba ahí, latiendo.

Clara gritó. Se arrojó al mar. Sintió alivio. Vio un iceberg saliente y nadó hacia él. Allí, en el frío extremo, vio al zar. “Bienvenida otra vez”, dijo. “Has egresado del sitio”. Ella sonrió. Sintió calor. Pensó que al fin había salido. “Ahora comienza el castigo”, añadió el zar. “Aquí no hay trenes, ni reglas, ni cuerpo. Solo tú. Solo tu recuerdo de lo que hiciste. Y esto durará eternamente.” Clara entendió: la jaula era un alivio. Esto era el infierno. Y no quedaba nadie a quien culpar.

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NO SÉ SI fue un tren o una especie de pez medusa lo que me devoró aquella vez. Tal vez fui yo misma quien se tragó. Después de lanzarme al mar y ver al zar en el iceberg, perdí la noción del tiempo. Cuando volví en mí, ya no había agua. Había luz de hospital, olor a jabón rancio, una hiedra colgando del techo como intestinos secos, y un doctor con cara de buey que me decía que estaba “en casa”. Pero no era casa. Era un recinto húmedo con ruidos de radiación. Una especie de domesticado infierno, como si alguien hubiera alquilado la muerte en cuotas. Dijo que yo era el ítem número cinco. No pregunté qué significaba. Había aprendido a no preguntar. Ellos son así: si preguntas, te abren.

La jaula termal había cambiado de forma. Ahora era un hospital, o una escuela, o un sótano con una televisión rota. Me hablaban con voces programadas, como grabaciones vecinales de propaganda. “La ley del zar es útil”, decían. “La necesidad gloriosa del pulso veloz”. Y repetían mi nombre, aunque yo no lo recordaba. Me miré los pies y manos: tenía las uñas umbrías, como si hubieran sido quemadas con hielo. Había una palabra escrita con bisturí en el abdomen: EGRESO. Quise reír. Quise llorar. Solo salió un zumbido. El ulular de una sirena lejana o de un dios frustrado. Me dijeron que si cooperaba, podría votar por mi tratamiento.

El voto fue sencillo: o aceptaba el tratamiento o me convertía en parte del experimento. Acepté. Me aplicaron un líquido hirviente por la espina dorsal. Vi colores, hormigas, y al ombú leyéndome como si fuera un diario de crímenes. Entonces tuve una visión clara: mi madre frente a un espejo, untando su cara con sangre menstrual mientras hablaba con Neptuno. “Tu hija será gloriosa”, decía. “Su ícono será el pez”. En ese momento, una explosión me sacó de la visión. La habitación ardía. Una enfermera sin rostro gritaba “locador fallido”. El tren había regresado. Esta vez en miniatura, como una criatura mecánica. Me trepó por la pierna. Y entró por mi vagina.

Lo que siguió fue hirviente. No solo mi cuerpo, sino mi conciencia. Vi todas mis versiones: vulgar, cruel, ajustada, fecunda, drástica. En una era una anciana. En otra, una asesina. En otra, un feto atrapado en un iceberg. En todas, estaba condenada. Recordé mi infancia. El olor del jabón, el tren que pasaba cerca, el ombú que se incendiaba solo. Mi padre hablaba del zar como si fuera un cuento. “Yahvé ya no manda”, me decía, “ahora es el zar quien anda ululando”. Cada imagen me era devuelta con una cuchilla. Me abrían el pecho. Metían palabras. Me cosían con cables. Volvía a empezar. Era un ciclo de radiación y niebla turbia.

“Bien”, dijo alguien. “Has aceptado el icono. Ahora serás útil”. Me trasladaron a una especie de cuarto blanco, como una incubadora gigante. Afuera, una fila de gente esperaba su turno. Todos con el mismo tatuaje. Ellos no sabían que yo había vuelto del iceberg...o tal vez sí. Tal vez el sitio solo se estira y se reconfigura, como un ombligo sucio. Un enfermero me dijo: “Con este pulso veloz, corregiremos tu vuelta irreal”. Era el mismo que me había abierto antes. Me tocó el rostro. “Ya no eres Clara”, dijo. “Eres ítem”. Entonces me di cuenta: yo era ahora la jaula.

El tren volvió. Esta vez, por dentro. Lo sentí recorrerme como un animal hambriento. Abría mi carne. Buscaba restos. En mi útero dejó un bebé muerto....o eso creí. Al despertar, estaba en una plaza. El sol brillaba. Un grupo de niños jugaba. Uno de ellos me miró. Tenía mis ojos. Me sonrió. “Hola mamá”, dijo. Me acerqué. Lo abracé. Y sentí un puñal bajo su lengua. Me apuñaló veintiun veces. Grité. La gente miró. Nadie hizo nada. Solo una mujer se acercó y dijo: “No aventuró su sitio”. Luego se fue. Miré al niño. Ya no estaba. En su lugar, un jabón derretido con una nota: YAHVÉ TE LIMPIA.

Volví al hospital o a lo que fuera ahora. Ya no confiaba en el tiempo. No confiaba en mi nombre. Me sentaron frente a una pantalla. Me mostraron videos de mí misma asesinando, menstruando, gritando, aullando, vomitando. En todos tenía el tatuaje. En uno, extraía un ojo y lo guardaba en una caja. En otro, obligaba a un buey a tragarme el alma. Me preguntaron si recordaba. Asentí. Luego me mostraron un iceberg. “Ahí naciste”, dijeron. “Y ahí morirás, si no aceptás”. Acepté. Siempre acepto. Soy útil. Soy ley. Soy Clara y no soy. Soy el experimento.

Hoy egresé. Otra vez...o eso creo. Estoy en un edificio. Oficinas, ascensores, luces de neón. Trabajo para una empresa. ELLOS s.a., dice el cartel. La Empresa de Logística y Seguros. Nadie habla de trenes ni de zar. Todos visten igual. Pero yo veo cosas. Veo a Neptuno en el baño. Veo al Ombú leyendo un expediente. En mi escritorio hay un jabón que huele a carne. En mi agenda dice: REUNIÓN CON YAHVÉ, 15HS. Nadie nota que mis uñas están umbrías. Nadie nota que al cerrar los ojos oigo el ulular del tren. Me han ascendido. Hoy debo votar: ¿debo convertirme en sitio, o en ley? Ya voté. Elegí ley. Pero el tren igual me recogió. Y esta vez, lo manejaba yo.


(tomado de "//Dos Reptiles Voladores")

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