//EGIPTO
__EGIPTO no era un lugar. Era una peste. Un residuo. Un eco falso de civilización tragado por tormentas de aire que olían a soja quemada. Nadie iba allí por voluntad. Los que llegaban eran arrojados como basura o atraídos por señales falsas de salvación. Yo fui una de los arrojados. Mi piel aún ondea con esa arena gruesa que no perdona. Nadie me recibe. Nadie me oye. Excepto él. El que vive adentro.
__Caminamos como insectos al sol. Diecisiete, tal vez veinte. Otros beduinos como yo, empapados en polvo, cubiertos de ropa rasgada y ojos vacíos. Cada uno tenía una razón para llegar al páramo. Algunos buscaban droga. Otros refugio. Otros un agujero donde morirse sin testigos. Pero yo vine a encontrar el obituario. Ese que lleva mi nombre. Me dijeron que Egipto guarda los finales. Y que uno debe elegir cuál es el suyo.
__El primer cuerpo apareció en el tercer día. Lo habían desollado desde adentro. Uñas clavadas en los ojos, lengua enrollada como un papel y escrita con símbolos que nadie reconoció. Uno de los beduinos lo olió. "Esto no es humano", dijo. El viento trajo una ráfaga caliente. "Ni tampoco es bestia". Solo es. Como el aire. Como la angustia. Como la espera.
__Esa noche soñé con mi útero. Lo recordaba lleno de dientes, como en los viejos rituales donde las madres comían a sus hijos antes de que pudieran nacer. Cuando desperté, sangraba. No había menstruado en años. El polvo de Egipto me había abierto. Un ogro neutral se acercó a mirarme. Tenía los ojos cosidos y una etiqueta colgando de su cuello: OBSERVADOR. No hablaba. Pero me lamió la herida. Después se fue.
__Cada tanto alguien intentaba volar. Se trepaban a los escombros de antenas rotas y se lanzaban al aire creyendo que el mundo tenía otro piso secreto. Nadie volaba. Solo se abrían como bolsas de carne sobre la arena. Lo hacían en silencio. Como si supieran que el ruido era inútil. El dolor era parte del paisaje. El grito era un lujo.
__La lógica fugaz de Egipto era simple: todo lo que existe aquí ya está muerto. Incluso nosotros. Los cuerpos se pudren, pero siguen. Las palabras se repiten, pero pierden sentido. Las decisiones ya fueron tomadas. Solo resta ejecutar. Como un puzzle al que le falta una pieza, pero igual se insiste en armar. Porque no hay otra cosa que hacer.
__Ruanda volvió a mí en sueños. No el país. La imagen. El machete. La madre corriendo sin brazos. La risa de los soldados mientras violaban a una virgen en una iglesia de cemento. Alguien me había instalado ese recuerdo. No era mío. Pero lo sentía como si lo fuera. Cada vez que tocaba a alguien, lo transmitía. Como un virus.
__El oasis apareció en el quinto día. No agua. No sombra. Una grieta. Una entrada. Un hueco en la tierra que apestaba a metal, sangre seca y placenta. Bajamos. Adentro, las paredes latían. Uno de los beduinos gritó: “Es un útero”. Y todos supimos que era cierto. No un símbolo. Uno real. Un órgano enterrado, quizás de un dios antiguo, quizás de una bestia que soñaba con partos eternos.
__En el centro del útero vivía ella. O algo que decía ser ella. Su piel era como papel de arroz, sus ojos dos pozos sin fondo. Su voz no salía de su boca, sino del techo, de las paredes, de nuestras rodillas. Dijo que nos esperaba. Dijo que ya sabíamos qué teníamos que hacer. Nadie preguntó qué. Nos arrodillamos.
__Los puzzles comenzaron con sangre. Tenías que sacrificar algo de tu cuerpo. Una parte que doliera. Al principio fue un dedo. Luego una oreja. Después piel, genitales, entrañas. Ella tomaba todo y lo ensamblaba. Cada parte servía para formar una figura que ninguno podía reconocer. Cuando uno de nosotros preguntó por qué, ella le hizo tragar su propia lengua. Nadie volvió a abrir la boca.
__El ogro neutral regresó. Ya no era el mismo. Tenía un gavilán tatuado en la frente y una cola hecha de huesos humanos. Nos mostró su espalda, había palabras esculpidas con fuego. Decía: LA VERDAD NO ESTÁ EN LA IMAGEN, SINO EN LA AUSENCIA. Tiempo después me enteré que se metió un cuchillo por el ano y murió cantando.
__Ella nos alimentaba con soja líquida. No había comida. Solo esa pasta gris que sabía a nada. Pero si no la tomabas, tu cuerpo se caía a pedazos. Literalmente. Vi a uno descomponerse en menos de una hora, como si su carne se rebelara por falta de sentido. El alimento era etiqueta. Y la etiqueta era supervivencia.
__Me acerqué a ella. Le pedí que me matara. Le dije que no quería más palabras, ni más sangre, ni más sueños ajenos. Me tocó la frente. “Todavía no sos”, dijo. “Sos sólo el ruido que hacen los otros al recordarte”. No entendí. Pero algo en mí se partió. Me abrí como una flor enferma. Dejé de ser yo. Fui ella. Fui todos.
__Empezamos a desaparecer. No físicamente. De forma más cruel. Perdíamos nombre, recuerdos, rostros. Nos volvíamos genéricos. Copias sin origen. Intercambiables. Un beduino me abrazó y me dijo: “Yo era tu hijo”. Al día siguiente, lo vi cogiendo con un cadáver. Nadie lo detuvo. Tampoco lo grabaron. Porque ya no quedaban ojos. Solo humedad.
__Me soñé dentro de un televisor viejo. Blanco y negro. Lluvia de estática. En pantalla, yo misma dando las noticias. “Hoy murió una mujer sin historia”, decía. “Tenía la vagina llena de preguntas y los dedos llenos de respuestas.” Me desperté con la piel quemada. Me habían tatuado el pecho con una frase: CONTENIDO RECHAZADO POR LA AUDIENCIA.
__Ella empezó a reír. Reía cada vez más fuerte. El útero temblaba. Las paredes se llenaron de ojos. Ojos humanos. Pegados, colgando, observando. Era el espectáculo. Volvía. Un ciclo. Un reinicio. Nos estábamos transmitiendo. Sin cámaras. Sin señal. Solo con presencia. Sufrir era la señal. Y todos sufríamos.
__Volví al desierto. Sola. Ella había desaparecido. El útero se cerró. No quedaron rastros. Ni cadáveres. Ni sogas. Ni sangre. Como si el desierto hubiese vomitado todo. Caminé por días. El aire olía a insecticida. A menstruación vieja. A etiquetas rotas. Vi los huesos de otros beduinos. Algunos aún respiraban, pero no se movían. Como piezas de un juego detenido.
__Me detuve frente a un cartel oxidado. No tenía letras. Solo un espejo. Me miré. No era yo. Era todos los rostros que había visto. Era Egipto. Era el ogro. Era la mujer. Era el gavilán. Era el útero. Era el obituario. Lloré. No por tristeza. Por hartazgo. Por haber llegado al final sin final.
__Un niño me tiró una piedra. Tenía los dientes negros y los ojos blancos. Me dijo: “Volá, puta.” Le dije que no sabía volar. Me respondió: “Por eso estás acá.” Y se fue corriendo. Seguí caminando. El aire ondulaba. Como si la atmósfera misma estuviera escrita. Un lenguaje de viento que no podía leerse. Solo sufrirse.
__Recordé algo que no viví. Una madre escondiendo a su hijo en una tumba vacía. Un padre comiéndose los ojos para no ver. Una ciudad cubierta de puzzles sin armar. Todo eran retazos. Fragmentos de historias de otros que ahora eran míos. “La identidad es una trampa”, pensé. “Una ilusión cómoda para soportar el espectáculo.”
__Vi la antena. La original. La que empezó todo. Estaba oxidada, torcida, cubierta de hueso humano. Me acerqué. Tenía grabado algo con uñas: ETIQUETA ESTO Y VAS A ENTENDER. Me arrodillé. Esperé. Y por primera vez, nadie me miró. Y eso fue lo más real que sentí en años.
+++
__CUANDO ABRIMOS los ojos otra vez, el paisaje ya no era el mismo. El barro había sido reemplazado por una superficie lisa, blanca, como uña limada hasta el hueso. Nadie dijo nada. El aire olía a placenta, a útero descompuesto, a la leche agria de una madre muerta. El que antes reía con los dientes de lata, ahora callaba con las órbitas abiertas. Algo ondeaba a lo lejos, una especie de bandera hecha con piel humana, tan seca como la soja que usaban para rellenar cadáveres en las estaciones del sur. No había lógica. Era una lógica fugaz, de ésas que solo sirven para arrastrarte al delirio y devolverte sin rostro.
__Unos pasos más adelante, cruzamos lo que parecía el torso abierto de un gigante derrotado. Dentro, las paredes latían. No era un edificio. Era un ser. Uno que sangraba tinta espesa, negra, que nos cubría los tobillos y nos hacía ver visiones. Uno murmuraba que estaba en Egipto, otro en Ruanda. Yo no veía más que beduinos caminando al revés por un cielo sin gravedad, escupiendo polvo de estrellas por los ojos. Unos pájaros carroñeros, parecidos a gavilanes, picoteaban nuestras mochilas. No había comida, pero ellos buscaban recuerdos.
__La estructura nos tragó. No lo notamos hasta que fue tarde. Dentro, había un sistema de túneles recubiertos por órganos blandos. Las paredes vibraban al ritmo de nuestros corazones. Uno intentó arrancarse las uñas del miedo. Otro, más sabio, se arrancó los ojos. “Me oye”, dijo. “El ogro me oye”. Y se desplomó. No lloramos. Solo caminamos. El camino era un puzzle viviente, cambiaba de forma con cada paso, y quien dudaba quedaba pegado, absorbido como etiqueta vieja en botella mojada.
__Recordé la escena de una vieja serie que me marcó: el cuerpo eternamente joven, encerrado en la jaula del deseo, mientras afuera el tiempo se burlaba. Eso éramos. Restos de lo que fuimos, parpadeando ante una hiperrealidad que ya no pretendía parecerse a nada. No había cultura, ni ignorancia. Solo vísceras. Sólo ecos de nuestra estupidez. Habíamos querido volar, y terminamos arrastrándonos como larvas por el estómago de un dios falsificado.
__En una sala más amplia, vimos una especie de altar. Pero no era religioso. Era como un matadero ceremonial. Los cuerpos estaban dispuestos en posición fetal, y en sus espaldas estaban escritos obituarios. Algunos decían: FUE FIEL AL ALGORITMO. Otros: SIRVIÓ AL CAPITAL HASTA EL ÚLTIMO PIXEL. Me arrodillé sin saber por qué. El otro, el que aún tenía voz, empezó a gemir. No de dolor. De placer. Había algo en esa sumisión que le calentaba la médula. Un ogro neutral lo tomó por el cuello y lo alzó como pluma.
__El ser habló. No con palabras, sino con aromas. Una mezcla de perfume barato y sudor de funeral. Entendí lo que quería: que confesáramos. Pero yo no tenía culpa. Solo hambre. Me quité la ropa, me abrí la piel y le mostré lo que había adentro: un ovillo de cables rotos, una cámara vieja, una bolsa con dientes de leche. Lo aceptó. Me lamió con su lengua de aire, y me marcó la frente con un símbolo que olía a tinta de cárcel.
__Al salir del recinto, uno de los gavilanes nos seguía. No volaba, caminaba. Nos miraba con sus ojos vacíos, como esperando instrucciones. Pensé que era parte del puzzle. El otro pensó que era un mensajero. Intentó darle una orden. El ave le arrancó la tráquea. Y se fue. En silencio. Dejando una estela de plumas rojas y huesos de soja.
__Los días se disolvían como si fuesen hechos de gelatina caliente. Nos movíamos sin dirección, tragando polvo de sueños ajenos. Encontramos una mujer en medio de la nada, cubierta con vendas. Nos pidió que no habláramos. “El sonido infecta”, dijo. “El simulacro se pega por la voz”. La escuchamos. Nos ofreció refugio. Su casa era un útero seco, tallado en una roca, donde el eco se escuchaba con tres segundos de retraso. Lo justo para dudar de uno mismo.
__Esa noche soñé con Egipto, pero no el de las postales, sino uno invadido por ogros neutrales que no querían oro ni esclavos, solo memorias. Iban casa por casa recolectando recuerdos falsos, adulterando los álbumes de fotos, dejando puzzles incompletos en las cunas vacías. Me desperté mojada, no de sudor, sino de un líquido lechoso que brotaba del techo. La mujer reía. Nos señaló la espalda. Nos estaban creciendo alas de carne. “Ahora sí pueden volar”, dijo. “Pero no hacia arriba”.
__Y volamos. Pero no en el sentido bello. Fue más bien una caída estilizada. Como si el suelo se rindiera y decidiera dejar de ser. Caímos por túneles que olían a pan viejo. Al final, una luz. No una luz buena. Una luz quirúrgica, que revelaba nuestras costras, nuestros gusanos internos, los tatuajes que nos habían hecho sin permiso mientras dormíamos. Era el fin del viaje. O eso creímos.
__Nos esperaba un teatro. Con público. Hecho de cadáveres con los ojos abiertos. En el escenario, un actor nos imitaba. Repetía nuestros gestos, nuestras miserias, nuestras mentiras piadosas. El otro —el que aún vivía— gritó: “¡Eso no soy yo!”. El actor lo miró. Y cambió. Se volvió él. En piel, en voz, en alma. Fue entonces cuando entendí: nosotros ya no éramos nosotros. Éramos posesiones. Copias fallidas de una copia mal hecha. Un producto vencido con etiqueta reciclada.
__El último acto fue rápido. Una especie de orgasmo colectivo. No sexual. Más profundo. Un vómito del ser. El simulacro colapsó. Los rostros se deshicieron. El teatro se derrumbó. La hiperrealidad gritó, no por dolor, sino por orgullo herido. Habíamos visto su cara verdadera: un puzzle mal armado con partes de cadáveres y slogans de supermercado. Me desmayé.
__Desperté en mi casa. Todo normal. Cafetera humeando, música ambiental, las plantas intactas. Pero algo ondeaba detrás de la ventana. Una bandera hecha con mi propia piel. Me acerqué. Afuera, un gavilán me esperaba. En el espejo, yo ya no era yo. Tenía las alas de carne. Tenía la marca en la frente. Sonreí. Porque al fin había entendido. No hubo viaje. No hubo catástrofe. Todo había sido una performance inducida por la lógica fugaz de un sistema en ruinas. La verdadera pesadilla era esto. El regreso a lo normal. El simulacro perfecto. El obituario ya estaba escrito.
>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>
[tomado del bloque de cuentos "AISLADOS DEL SUR UMBRIO" de Diógenes Tacuara]
Comentarios
Publicar un comentario