//BEDUINOS

__EL AIRE tenía gusto a óxido y a uvas podridas. El asfalto resquebrajado de la vieja urbe escupía brasas cada vez que algún estúpido se animaba a pisarlo sin los zapatos blindados que vendían los vendedores de rollo en el mercado de órganos. Nadie hablaba en voz alta en la zona de los eremitas: había un rumor sobre que si pronunciabas ciertas palabras, los de la neblina te ubicaban en un segundo, te chupaban el alma por la tráquea y dejaban tu piel extendida como una sábana sobre el parabrisa de algún omnibus olvidado.

__Ella se llamaba Lila, o eso decía. Su cara era un collage de cicatrices mal suturadas, labios falsos sacados de un catálogo de porno de una era antigua y ojos que parecían haberse rendido hacía años. Caminaba con una guitarra rota colgada de la espalda. Decía que el instrumento la eximía del olvido, pero todos sabían que lo único que te eximía de algo en este mundo era una buena ración de sangre ajena y saber cuándo morder sin preguntar.

__Lila tenía un plan. Siempre lo tenía. El último consistía en detonar el núcleo del Parque Financiero, un antiguo centro de espectáculos donde los ricos se ufanaban de jugar a ser pobres en un reality sin espectadores. “Vamos a reventar el Parque”, dijo con una sonrisa sin encías, mostrando las hilachas de lo que alguna vez fue un diente de oro. “Vamos a vomitarles en la Matrix de cartón.”

__Su pandilla estaba compuesta por aislados. No eran anarquistas, ni punks, ni milicianos de las fábulas digitales. Eran gente sin narración, sin rollo. Cuerpos tatuados con manchas de aceite, códigos de barras obsoletos y nombres de santos caídos. Entre ellos estaba el Hombre Beduino, que decía venir de las arenas purpúreas del sur, donde los cuerpos se descomponían en segundos si nombrabas el precio del agua en voz alta.

__“En esta economía, el que respira, paga”, decía el Beduino, mientras tallaba naipes con huesos de personas y los dejaba caer al fuego como si eso lo mantuviera vivo. Nadie sabía si los huesos eran reales o no, pero nadie preguntaba. La línea entre la hiperrealidad y la sangre se había desdibujado hace rato, desde que los cuerpos comenzaron a imitar gestos televisados, sin saber qué significaban.

__Una noche, acampados en las ruinas del viejo estadio de fúbol (así, sin t, como lo rebautizaron tras la caída del diccionario), un omnibus oxidado llegó solo. Sin chofer. Rodando sobre la lógica quebrada de los días que se repiten. De él bajaron tres criaturas idénticas a Lila. Mismo rostro, misma guitarra. “Somos las copias que ella negó,” dijeron al unísono, “los reflejos que arrojó cuando aún creía en el espejo.”

__Las mataron. Así, sin vueltas. El Hombre Beduino las roció con la mezcla de brasas y ácido que llevaba en su cantimplora, y las copias gritaron con voces de propaganda sexual, como si cada grito llevara incrustado un gemido programado. Lila no dijo nada. Se sentó a mirar cómo se derretían. Una de ellas le sonrió antes de apagarse. “¿Vos también pensás que sos real?”

__Tras la masacre, la urbe pareció cambiar de textura. Las paredes escupían sudor rosa, y los carteles se reprogramaban en tiempo real para mostrar publicidades de sueños falsos: una madre amamantando a un androide, un grupo de niños rezando a una hamburguesa, un beduino tocando guitarra con los pies mientras le brotaban uvas del cráneo.

__Se acercaban al centro. La idea era ceñir una franja de explosivos alrededor del Núcleo, pero la arquitectura misma del lugar parecía rechazar la linealidad. Las escaleras iban hacia abajo pero te dejaban más arriba que antes. Los ascensores gritaban como bebés cuando se abrían. Los pasillos imitaban movimientos intestinales y olían a leche cortada.

__Una noche, Lila se acostó con una sombra. Decía que no era una persona, sino una de esas presencias que eximen del tiempo a quienes las tocan. Se desnudó frente a ella, le habló en una lengua que nadie entendió, y luego se dejó penetrar por un miembro que parecía estar hecho de humo y escamas. “Es por el arte,” dijo luego. “Es por la revolución de los cuerpos sin metáfora.”

__Después de eso, comenzaron los desdoblamientos. Cada uno del grupo se despertaba a veces siendo otro. El Beduino hablaba con la voz de Lila. Lila lloraba como un niño. Un tal Rulo comenzó a imitar a todos hasta que lo mataron por temor a que fuera un transmisor de la peste. Lo quemaron y usaron sus cenizas para dibujar círculos de silencio en el suelo.

__Llegaron al borde del Núcleo. Un domo hecho de vidrio vivo que se estremecía si lo mirabas fijo. Dentro se movían figuras humanas en loops eternos: parejas que cogían sin tocarse, bebés que envejecían en segundos y se deshacían en arena, oficinistas que firmaban papeles mientras se les caían los ojos. Todo al ritmo de una música de guitarra distorsionada, como si cada cuerda llorara sangre.

__“Esto es lo que eximen del archivo,” dijo Lila, “el retazo de infierno que borraron de la memoria. El glitch que aún sangra.” El plan era plantar los explosivos en los puntos de energía: cinco triángulos que se activaban con saliva humana. Uno a uno, comenzaron a escupir sobre ellos. Cada saliva hacía que una imagen desapareciera del domo, como si negaran su existencia con cada ácido bucal.

__Pero algo salió mal. La detonación se anticipó. El Beduino fue absorbido por el suelo, como si el asfalto lo reclamara. Lila gritó, pero su voz salió de otro cuerpo. Nadie sabía de quién. Una ola de aire caliente —como el aliento de una deidad enferma— los tumbó a todos. Cuando despertaron, estaban desnudos. Sin tatuajes. Sin nombres. Sin pasado.

__El Núcleo ya no estaba. En su lugar, un campo de uvas gigantes se expandía, respirando. Algunas temblaban. Otras estallaban sin motivo. Un sonido de guitarra —ya no eléctrica, sino de cuerdas de tripa— llenaba el espacio, como si el mismo sitio llorara la pérdida de su mentira.

__Lila encontró una hilacha de su antigua ropa. La acarició como a un cadáver querido. Luego comenzó a caminar. No dijo nada. No miró a nadie. El resto la siguió. No había otra dirección. No había rollo que los salvara de la mudez. A lo lejos, un omnibus comenzó a rodar solo por un camino que nadie había trazado.

__A bordo del omnibus, todos comenzaron a jugar a los naipes. Pero cada carta tenía el rostro de uno de ellos. La reina era Lila. El rey era el Beduino, aunque estaba muerto. El comodín era un feto. Cada vez que alguien ganaba, perdía un dedo. Así jugaban, hasta que todos tuvieron que agarrar las cartas con la boca.

__Lila dijo que la revolución era eso. “Que te amputen hasta que no puedas agarrar otra cosa que tu propia mentira.” Rieron. Uno lloró. Otro se masturbó. El omnibus continuó.

__Pasaron por pueblos donde los habitantes imitaban gestos televisivos sin saber por qué. Un hombre comía una pizza invisible. Una mujer fingía tener una reunión por zoom. Un niño grababa un TikTok sin teléfono. Nadie los miraba. Nadie los veía.

__“Todo esto es vano,” dijo uno. “El simulacro no se rompe. Solo se adapta.” Pero Lila respondió: “Tal vez. Pero lo único que no pueden simular es el olor de tu piel cuando sangra.”

__Esa noche, entre las brasas de lo que fue un cuerpo, Lila tocó una cuerda rota de su guitarra. El sonido fue puro. Sin eco. Sin público. Era el primer sonido real que muchos oían en su vida. Y fue tan fuerte, que los hizo vomitar. Vomitar nombres, memorias, orgasmos, miserias, códigos. Vomitar lo que les había hecho creer que eran.

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__LOS QUE QUEDARON bajaron del ómnibus. Algunos aún con vómito colgando de la barba, otros con hilachas de saliva que caían como babas de santo impostor. No sabían si habían llegado a algún lugar o si estaban repitiendo otra escena. Lo único claro era que el aire estaba denso, como si cada molécula llevara implícita la orden de callarse. Callarse o estallar.

__Frente a ellos, una especie de mercado. Pero nada se vendía. Era un ritual de economía invertida. En vez de intercambiar cosas, la gente entregaba sentidos. Un tipo gritaba "¡mi dolor de infancia por tu imagen de la anciana menstruante!", y otro lo abrazaba, llorando. Lila miró todo con la calma del que ya no se ufanaba de tener identidad. Caminó entre ellos como una exhumación viva.

__Un chico la siguió. Tenía el rostro lleno de escamas, pero no eran de reptil sino de papel. Cada escama era una palabra escrita: MAMÁ, PAJA, SOLEDAD, MUSLO, PAN. Lila lo miró y el chico le ofreció arrancarse una escama. Ella se negó. Él insistió. “No quiero que me lleves. Solo que me uses.” Ella aceptó. Se la pegó en la frente. La palabra era DETONAR.

__Siguieron hacia un teatro destruido. Allí imitaban la historia del grupo, pero sin haberla conocido. Una actriz sin piernas hacía de Lila. Un viejo con voz de lata fingía ser el Beduino. Un chico disfrazado de feto hacía del comodín. Todos los gestos eran perfectos. Todos los errores, también. Una reproducción de su propia desobediencia, ejecutada con exactitud de algoritmo. Nadie aplaudía.

__Detrás del escenario había un cuarto. Dentro, una mujer idéntica a Lila lloraba mientras se masturbaba con una botella rota. Lila la observó un rato. Luego entró. La otra no se sorprendió. “¿Viniste a matarme o a cogerme?” Lila respondió: “Ya no hay diferencia.” Se besaron con furia. Una mordió. La otra sangró. Luego intercambiaron nombres, pero ninguno sonó verdadero.

__Al salir, el grupo ya no era grupo. Uno se había ido con un clan de eremitas que se flagelaban con antenas de televisión. Otro se ahorcó con una hilacha de su propia lengua. Uno más había decidido ceñirse a la pared y no moverse nunca más. Lila solo dijo: “Cuando una revolución empieza, no termina. Solo muta en ruina”.

__La noche siguiente, los cuerpos soñaron el mismo sueño. Un río hecho de semen y sangre. Uvas flotando. Un hombre tocando guitarra mientras orinaba sobre brasas. Una madre pariendo naipes. Y Lila, cortada en partes, entregada como pan consagrado a una audiencia de beduinos con trajes de ejecutivo. Todos despertaron con el mismo sabor en la boca: miedo mezclado con excitación.

__Lila decidió volver al punto cero. Donde comenzó el plan. El viejo estadio de fúbol. Caminó sola. En el camino, vio cadáveres vestidos como influencers, crucificados sobre postes de luz, con sus genitales convertidos en QR que nadie escaneaba. Era una forma de castigo. O de arte. O de chiste. O todo junto.

__Cuando llegó al estadio, no había ruinas. Había una réplica perfecta. Limpia. Blanca. Con logos nuevos. Alguien había restaurado el simulacro. Dentro, gente jugaba a ser rebeldes. Vendían panfletos anti-sistema con código de descuento. Gritaban “¡despertá!” mientras hacían transmisiones en vivo con filtros de belleza. Lila sintió arcadas. Pero no vomitó. Ya no tenía qué.

__Entró y comenzó a disparar. No tenía balas, solo palabras. Cada grito era una mutilación. Cada insulto, un aborto. Las paredes se agrietaban. Los rostros se caían. Un niño le preguntó: “¿Eso también es parte del show?” Ella lo miró fijo. “¿Qué show?” El niño lloró lágrimas digitales. Lila lo besó. Luego lo desapareció.

__De pronto, el estadio comenzó a llenarse de humo. Pero no del que mata. Del que revela. Los cuerpos empezaron a mostrar lo que ocultaban: uno tenía cabeza de animal, otro no tenía sexo, otro era solo un cascarón. Lila se miró y vio que no tenía sombra. Nunca la tuvo. Era otra imitación. Otra copia que creía haber salido del molde.

__Se rió. Con rabia. Con furia. Se arrancó el cabello, los dientes, los pezones. Caminó desnuda sobre brasas de su propio yo. Gritó: “¡No soy real, y por eso soy libre!” Entonces, por primera vez, el simulacro colapsó sin efecto especial. Simplemente dejó de estar.

__Y ahí quedó: sola, viva, falsa, eterna. En un mundo sin fondo ni cielo. Donde nadie mira, nadie graba, nadie recuerda. Tal vez muerta. Tal vez diosa. Tal vez otra palabra más escrita en la piel de un niño escamoso que aún no nació.


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[tomado del bloque de cuentos "AISLADOS DEL SUR UMBRIO" de Diógenes Tacuara]

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