#MILONGAS PARA MAÑANA [tercera parte]
[>El juez pez me espera...]
EN LA LADERA oeste de lo que antes fue la ciudad de Quito, ahora solo quedan esqueletos de concreto, antenas podridas y neblina química. El ogro de odre —como le dicen al consorcio de biotecnología que domina el distrito— nos tiene clavados a itinerarios de mierda. Todo está cronometrado, desde el sudor hasta la eyaculación. A los que no siguen el itinerario les cae el escuadrón, los quirquinchos, unos brutos con guantes de polímero que reparten golpes hasta que olvidás el nombre de tu vieja.
Nosotros dos —el Dogo y yo— nos movemos como un dúo aferrado a la desesperación. Dicen que somos la resistencia, pero en realidad somos dos crotos buscando señal en los techos rotos. Aupan nuestra rabia los recuerdos iberoamericanos que nos metieron en la escuela de reconversión: el tango, la guerra civil, el paco, la Biblia. Todo eso en un solo adoquín. Desde hace tres semanas estamos tras esa totora gigante que usan los biohackers para esconder las antenas libres. Ahí, entre sus raíces plásticas, se puede ver caer la yerba oxidada, como si el monte llorara su propia ebullición.
Hay un punto exacto donde la rueda fluor marca etapas. Una vuelta significa comida, dos vueltas: data, tres vueltas... la eucaristía prohibida: memoria no censurada. El ojo eterno de los satélites nos persigue con su vil destello púrpura, pero si das justo en el centro del aro, como un ñato en una kermesse decadente, podés acceder al nodo abierto del servidor rebelde.
“Mi turca oscura” —así le decía el Dogo a su ex, una mina de mirada triangular que lo abandonó cuando él empezó a seguir los evangelios bizantinos de la Biblia impresa en piel de hámster. “Era por fe”, me repetía, como si eso justificara la miseria en que vivía. El muy nabo aún llevaba la blusa tóxica que ella le dejó, con olor a metacrilato y formol. ABUSA REY, decía el parche bordado, como si fuera un grafiti vivo. El Dogo se la pone cada vez que salimos a iterar.
Los golpes llegaron una tarde. Unos cuatro quirquinchos nos cercaron por los tejados, buscaban al “juez pez”, un streamer que denunció la nueva opulencia del aedo eugenésico que preside el bloque del sur. Lo único que nos salvó fue que el Dogo, con un temblor en la mandíbula, mencionó que tenía un “item del as”. Los brutos se quedaron mudos. Yo no tenía ni puta idea de qué era eso, pero funcionó. Nos soltaron, aunque uno me rompió un dedo por las dudas.
Por-Tal quedó destruido, y su comunidad en ostracismo digital. Todos cayeron. Todos, menos el Dogo y yo. El hito fue cuando entramos al garaje de los rosales, un refugio donde los que aún creen en el amor técnico se conectan en red para recordar cómo se hacía el dulce de leche. Ahí vimos cómo se deviene la utopía del saber gigante: a través del hambre.
Las ovejas van afuera con los zapatos puestos, decía el viejo refrán del conurbano. Acá también. Cada vez que alguien muere, lo calzan con las botas del sindicato bioagrario, aunque no hayan trabajado ni un día. Así simulan estadísticas. Todo es simulacro. Todo es aire, aire de imán. El gran vacío nos raspa las pestañas cada vez que cruzamos un umbral digital. Ayer lo cruzamos sin querer, persiguiendo a una nena con una blusa roja que repetía: “Sigo la eucaristía, sigo la eucaristía...”.
Zuncho, un dealer de sueños comprimidos, nos vendió una poción oriental que, según él, te permitía leer los zeugmas orales de los gobiernos. Palabrerío para decir que podés escuchar las mentiras sin filtro. El Dogo la tragó como si fuera agua bendita. Yo solo me pasé el borde por la lengua. Al rato, él estaba gritando que el rey dólar había violado a su madre. Lo tuve que esconder bajo un toldo, mientras caían drones con focos y escáneres de calor.
Nos afila la ebullición de esta época. Todo está al rojo vivo, pero no por pasión, sino por saturación térmica. La rueda fluor gira y gira, y con cada etapa nos sentimos más como engranajes de un reloj desvencijado. Nos cruzamos con un gurka mapuche que vendía uñas fieles: implantes que registran tu moralidad. Si mentís, se calientan. Si delatás, te explotan. ERRAR O ENTRE decía el cartel. El Dogo no entendió, pero yo sí: ya no hay margen para el error, solo el margen entre errores.
Un aire nervioso nos atraviesa. El ogro de odre viene expandiéndose, como una mancha de petróleo en el arroz. Los gobiernos regionales le rinden pleitesía con pactos secretos en templos de data. La libido, vieja aliada de la revolución, está hastiada. Ya nadie se calienta sin protocolo. Hasta coger tiene patrón de iteración. “Etapa 1: beso. Etapa 2: escaneo. Etapa 3: penetración vigilada”. Una pesadilla.
Se ve caer la yerba en avalancha cada vez que limpian la totora. Dicen que ahí guardan los backups de los caídos, que los iteran como hologramas para que denuncien lo mismo una y otra vez. Un loop de dolor. Yo vi a mi primo llorando en uno de esos proyectores. Estaba desnudo, con la voz atrapada entre dos bits. Gritaba que extrañaba el ají.
El umbral que someterán con quejas de aire se encuentra al sur de la ciudad, donde el olor a ozono es tan fuerte que te arde el alma. Ahí fuimos. Ahí perdimos al Dogo. Un quirquincho lo reconoció. Le pegó con una pala eléctrica hasta que no quedó más que baba. El item del as no lo salvó esta vez. Me escondí en un ducto. Respiré orina de rata durante cuatro horas. Salí con el ñeque afilado, dispuesto a errar. Pero ya no tenía dónde.
En el garaje de los rosales ahora cuelga su blusa tóxica como bandera. Dicen que el ogro la quiere recuperar porque esconde un código. Yo me hice el ufano, pero estoy cagado de miedo. Todo lo que me queda es el ojo vil del satélite, el aroma a poción, la yerba oxidada, y un puto aro que no dejo de mirar. Porque si acierto el tiro, quizás, solo quizás, pueda iterar otra vez.
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[>item del as....]
DESPUÉS DE la muerte del Dogo, me interné en los subniveles del mercado azul. Ahí abajo, los portales son físicos: pasillos de aluminio donde te escanean el alma a cambio de un vale. Los fieles del saber técnico codifican la nostalgia en píldoras. Me topé con una turca oscura que decía ser juez y oráculo. Me miró de arriba abajo, me tocó el pecho y dijo: “Sos útil, vas a entrar en el núcleo de la cúpula. Pero primero, vas a errar”.
Me rebautizaron como Ítem. Yo, el tipo que antes robaba cables para comer, ahora era una pieza clave en la trama bizantina de Quito 3.0. El rey dólar ya no es una persona, es un algoritmo enloquecido, paranoico, que mueve tropas enteras por un guiño de mercado. Sus iconos están por todos lados: santos con billetes en los ojos, ovejas con coronas y QR tatuado en la panza. Y yo, metido entre uñas y pactos, solo quería ver de nuevo la cara del Dogo en paz.
Las ovejas afuera siguen marchando, cantando slogans como “Deviene el saber gigante” y “Obedece al util”. Algunas ya ni son humanas, tienen chips de oráculo en la laringe. El gobierno lo llama “programa de integración oral”. A mí me dan arcadas. Por eso, cuando conocí a la miliciana del portal sur —una piba con un brazo de hierro y un ojo de burbujas— supe que tenía que seguirla.
Se llamaba Totora. Como la planta. Como el refugio del Dogo. Era un chiste cruel, pero también un círculo que cerraba. Totora me enseñó a usar el zuncho nervioso, un anillo de nanotubos que te permite leer la presión del ambiente. “Si el aro vibra, no hablés. Si se calienta, corré”. Así vivimos por dos meses: robando blusas tóxicas, interfiriendo con los itinerarios, dando pelea en los bordes del saber.
Un día, cruzamos el umbral occidental. Allá no hay sol, solo pantallas viejas mostrando el mismo juicio eterno: el juez pez juzga al ogro de odre en loop. Cada día, la misma mierda. Totora quiso romper el nodo, pero fue un error. El aro vibró y no corrimos. Nos atraparon. No quirquinchos: peores. Gobiernos en aire. Entidades sin cuerpo que te absorben desde las terminales. Ella gritó “fiel poción”, pero nadie vino. El saber ya no era gigante, era hueco.
Sobreviví gracias a un truco viejo: leudé un virus en una rosquilla de soya. Lo dejé dentro del templo de los iconos y me escabullí. Afuera, encontré a un pibito con la blusa del Dogo. Se la había regalado un viejo loco que decía ser “el último aedo de la urbe”. El pibe tenía ojos honestos. Le enseñé a iterar. Le dije: “caerás, pero caer bien también es una forma de volar”.
Ahora estoy en la zona cero del ejido. Todo es gris. Todo huele a yerba quemada y sudor técnico. Totora no volvió. El Dogo tampoco. Pero el saber... el saber no murió. Está en los portales, en los ítems que quedan sueltos, en los errores que persisten. Quito ya no es Quito, es un parche en la memoria global. Y yo soy solo un parche más.
Pero esta vez no voy a errar. No otra vez. El juez pez me espera. El aro gira. Mi ñeque arde. El ogro me huele. Y mientras las ovejas cantan afuera, yo camino con los zapatos rotos, siguiendo la eucaristía. Porque incluso en esta utopía podrida, todavía hay lugar para una buena patada.
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