#MILONGAS PARA MAÑANA [segunda parte]

>[Solo un barrio con la imagen lavada de lo que pudo haber sido....]


LA EUFORIA QUE había en el barrio por el aniversario del año ibérico se cortó en seco cuando cayó muerto el ujier del ejido. Nadie lo quería, era un tipo seco y vigilante de garrote fácil, pero igual fue raro verlo tirado en la zanja como un ovino más. El fuego no tardó en encenderse en los grupitos de siempre: putas, chorros, los pibes del Gel que vendían papelitos y unos viejos histriones de la peña que se creían poetas, hablando de que todo era una señal, una pugna nueva, el fin de una etapa. En el fondo, todos sabían que no era más que otro muerto más de un viernes económico. El rollo no era el ujier, sino lo que venía después.

El tipo había sido fiel hasta la médula al nuevo sistema urbano de vigilancia: el polo cruel que se instaló cuando el Consejo de Fusión tomó el control del ejido central. Se vendía como “democracia de proximidad”, pero eran cámaras, drones, robots con garrote y sensores que detectaban “miasmas antisociales”. Los vecinos les decían los nodrizas, porque parecían parir castigos de la nada. Si te pasabas de gritar en la milonga, multa. Si olías a yerba vieja, multa. Si tosías en una cola, te vaciaban la cuenta. El alud era cotidiano y todos, salvo los que manejaban el sistema, sabían que la cosa ya no daba más.

En medio de eso, apareció Yambo. Lo conocían por sus jineteadas en las carreras ilegales del bajo oeste, ese otero donde la ley solo llegaba si había cámaras prendidas. Se decía que venía de una isla pilar, un pedazo de tierra flotante que alguna vez fue prisión y ahora era comuna de exiliados. Yambo tenía los ojos duplicados, un implante común en los tránsitos ilegales: veía el aire digital, las señales, los rostros marcados por los nodrizas, todo en tiempo real. El tipo venía buscando algo y no era fácil de esquivar. Siempre traía la lujuria del caos en el lomo.

Llegó acompañado por una musa medio ciega que decía leer los truenos. Era fiel como un perro, pero rara. Se presentaban como cazadores de datos perdidos, como esos que andan desenterrando verdades que nadie quiere ver. Se alojaron en un conventillo abandonado en la zancada norte, donde el piso tenía más grietas que baldosas. La gente del barrio los miraba raro. Pero cuando Yambo empezó a repartir uvas sintéticas a los pibes—fruta de quelonia, decía—la cosa cambió. Tenían sabor, efecto y encima no te daban sed. Era otra clase de boicot.

En la milonga de la esquina se corría que Yambo había estado en Sion, que lo habían marcado por un epigrama jején que cantó en un festival y que se volvió viral. Que se lo boicotearon por eso y lo expulsaron ipso muro. Todo era verso, obvio, pero en los barrios la gente se abraza al cuento. Él, sin embargo, hablaba poco. Solo decía que venía por el fuego del Gel, que ahí estaba el yugo que nos tenía quietos. Hablaba de una fusión oculta entre la oligarquía de los datos y el Consejo. Y no hablaba al pedo.

Una noche cayó al boliche más notorio del ejido. Pidió un vaso de aire —una bebida que no era líquida, sino vibración virtual— y habló. “Este sistema vacía el alma de los que no tienen ícono ni igual en el registro urbano. Solo deja a los voraces. Yo vine a romper eso.” Lo echaron, obvio. Pero el mensaje quedó. Esa misma madrugada cayeron los drones sobre la zancada donde dormía. Yambo y su musa se defendieron a los tiros con unos artefactos que usaban ondas sónicas. No mataban, pero hacían cagar sangre por la nariz. La gente se despertó en masa. Era el primer alud real.

Desde entonces, todo fue boicot. Aparecieron pintadas nuevas, el símbolo del polo urbano con una cruz arriba. Gente desconocida empezaba a acopiar herramientas viejas, clavos, bolsas de sal. Se organizaban por el oeste iberoamericano del distrito, donde aún no llegaban los nodrizas. La usura sin embargo siempre seguía en pie, colándose por las grietas. Se volvió común ver fuego en esquinas, señales codificadas, jineteadas en avenidas sin cámaras. Yambo, con el garrote al hombro, se había convertido en el Moisés moderno de un éxodo que aún no tenía destino, pero sí ruta. El Consejo estaba inquieto.

El viernes siguiente, otra vez económico, cayeron dos muertos. No eran del barrio. Un tal Icono, interventor del sistema, y su igual, una especie de jefe de zona. Los mataron sin elegancia, sin mensaje. Solo cuerpos y zumbar de nodrizas colapsando. El Consejo cortó el sistema por 48 horas. Yambo, parado sobre el muro del ejido, miró el aire y dijo: “Es hoy.” La gente no dudó. En un par de horas, la musa leyó los truenos otra vez. La lujuria cambió de forma. Y el polo urbano, que era cruel, se fue vaciando. Pero todos sabían que esto no era el final.

+++


>[traía la lujuria del caos en el lomo...]


HOY, el barrio se ve gris y plano como una vieja imagen desaturada. Hace semanas que los nodrizas dejaron de patrullar, pero la gente no volvió a salir igual. Quedó la costumbre del miedo. El aire se siente espeso, lleno de ojos que no se ven, como si los duplicados de la vieja red aún grabaran en loop. Algunos dicen que fue peor así, porque ahora los opositores se han vuelto boicot entre sí. Ya no hay un enemigo claro. Los que siguieron a Yambo ahora se acusan entre ellos de ser parte del viejo sistema, de haber pactado algo en secreto. El humo de los fuegos ya no une, solo arde por arder.

Yambo desapareció. Dicen que se fue al norte, a un otero donde todavía no llegaron las señales. Otros juran que está muerto, que lo vendieron por unas fichas y lo tiraron a un alud de escombros digitales. La musa tampoco está. Algunos aseguran que se volvió loca, que vaga entre paredes rayadas con epigramas que nadie entiende. Lo cierto es que sin ellos, la cosa se deshizo como vino. Quedaron apenas restos: uvas de quelonia que ya no pegan, truenos que ya no asustan, y un par de pibes con garrote que se creen caudillos pero solo cobran peajes en las avenidas rotas.

La gente ve, pero no actúa. Se han acostumbrado a mirar, a registrar, a etiquetar con la cabeza. Es como si la euforia del cambio se hubiera evaporado en la bruma económica del sistema. Algunos aún intentan reconstruir una especie de uso colectivo del ejido, pero no hay musa que los inspire, ni jinete que los empuje. Los ojos duplicados ahora se usan para espiar al vecino. Los etcéteras que antes llenaban los discursos revolucionarios se volvieron excusas. Se dan entre ellos, como virus, las culpas de todo. Nadie recuerda por qué empezó el boicot. Solo que hubo fuego. Solo que hubo un viernes.

Se sospecha que Icono nunca murió. Que fue una trampa. Que volvió bajo otro nombre, tal vez en una interfaz nueva, camuflado como auxiliar o comerciante digital. Que fue él quien instigó el boicot interno, quien hizo zumbar las redes otra vez. Pero no hay prueba. Y si las hay, ya nadie las cree. La idea de verdad se volvió un lujo. Una usura informativa que nadie quiere pagar. En su lugar, se acopia duda. Cada mirada es un juicio. Cada saludo es sospecha. Incluso los viejos que gritaban en la peña ahora se callan. Y eso que antes hablaban hasta por los codos.

La musa, si alguna vez vuelve, no encontrará nada. Solo un barrio con la imagen lavada de lo que pudo haber sido. Un lugar donde el aire de hoy pesa más que el fuego de antes. Donde el garrote no castiga, pero tampoco protege. Donde ya nadie repite más que odio suave y difuso, como zumbar de insectos en verano. La lujuria del cambio se apagó. El alud se detuvo. La fusión quedó a medias. Y el ujier, ese primer muerto, ahora parece hasta simpático. Porque al menos su muerte tuvo un principio. Lo que vino después, en cambio, se quedó pegado. Como una imagen que nunca termina de cargarse.

Comentarios

Entradas populares