#MILONGAS para mañana [primera parte]
>[Seguimos al sur....]
A IVÁN lo largaron de la celda de contención a las cuatro y pico, con un cayado gris que no usaba para nada y un papel pegado en la espalda donde decía ETIQUETA VENCIDA. El viento de la zona cero le entraba por las botas rotas. La gente lo miraba raro, pero nadie decía nada. Los umbrales estaban custodiados por escáneres que no registraban identidad, y a Iván ya no le quedaba ni un número en el chip. Era un zutano más en el montón de desechados, obligado a mendigar créditos en la avenida de los ítems. Bebía lo que le ofrecían en las usinas de opio o robaba si le daba el cuero.
Una vez por semana lo veías cerca del kiosco, ese lugar mugriento donde se intercambiaban restos de leña por datos. Ahí venían todos: viudos del sistema, loqueros sin licencia, viejos caudillos que aún creían en alguna milonga perdida. Iván no hablaba mucho, solo escuchaba. Pero cuando le ofrecieron trabajo —sí, así lo llamaban aún— con un tal “Rey Usina”, no dudó. El tipo tenía un ojo de vidrio y un hacha colgada del hombro, con filo limpio. Lo llevó a una casilla al sur, donde almacenaban partes de cuerpos reciclables y lumbre sintética.
Allí aprendió que el futuro se mantenía a punta de pala y cuchillo. Se olvidó de apuntar ideas; se trataba de sobrevivir, no de entender. El Rey le enseñó a cortar elástico en las articulaciones de los finados, a zanjar zonas de piel que valían por su textura y densidad. Todo se pesaba y se subía a la red comercial. El duelo era por cada kilo perdido, y eso se lo cobraban al que había fallado la extracción. “Acá no hay piedad, gil. Acá se loás o te loan”, le soltó el Rey cuando lo vio temblar ante un torso aún tibio.
Los días eran parecidos. Entraba, veía, zanjaba, cargaba. A veces, si se portaba bien, le daban una bebida con algo de pulso. Si se portaba mal, lo dejaban afuera con las ratas y el opio crudo. El kiosco era su única ventana a lo “real”. Allí, los más viejos contaban historias de guerras que ya nadie recordaba, de un tal Ícaro que cayó en zigzag desde un cielo que ya no existía. Iván solo atisbaba palabras. La ajena guerra era suya ahora. Todo era ajeno.
Una noche, le tocó romper el ítem 14. Era una madre esencial, así le decían. Tenía dos pulsos ausentes, pero el rostro intacto. Iván dudó. Le recordaba a alguien, tal vez a su madre, aunque nunca la había conocido. El Rey se le acercó por la espalda y le clavó el hacha en la mesa: “O volás en otra etapa o te vuelo yo, gil”. Iván obedeció. Pero algo le quedó picando, algo le hizo hervir la sangre como cuando aún era libre.
Con el tiempo, el Rey empezó a confiarle más cosas. Le dejó manejar un escáner de identificación y hasta lo llevó a una subasta. Allí vio a un caudillo de los que daban discursos a oyentes pagados, y a una hispana que vendía joyas falsas hechas de runas y aceite reciclado. Se hablaba de una larga utopía por venir, de liberar a la gente de la usura cruel. Iván no decía nada, pero anotaba los rostros. Ya no era solo un reciclador, era un testigo.
Una noche, en medio de una lluvia ácida, se cruzó con un tipo que lo reconoció. “Vos eras del lote 88, ¿no? El que libró a cinco pibes de los quirófanos móviles”. Iván lo miró fijo. No recordaba eso, pero el tipo insistía. “Te habían etiquetado como saboteador, pero eras un guía, loco. Un quilombero de los buenos”. Iván tragó saliva. Por primera vez en mucho tiempo sintió algo parecido a orgullo. Algo lo había movido en su pasado. Algo no muerto.
Desde entonces, empezó a operar por fuera del Rey. Intercambiaba ítems defectuosos por datos útiles, reprogramaba umbrales para que los viudos pudieran cruzar sin pagar. El opio ya no le pegaba igual; ahora tenía una causa, aunque no supiera cuál. Los del kiosco le empezaron a decir “el Loquero”, pero no por loco sino por cómo se metía donde nadie se atrevía. Zanjar, librar, guiar. Tres verbos que se le volvieron tatuajes internos.
Una tarde, recibió un paquete con un lienzo pintado. Lo había enviado la hispana de la subasta. En el reverso, solo decía: “Con las lumbres eternas se forja lo real”. No sabía si era una trampa o un llamado. La imagen mostraba un sur ideal, con campos y una usina limpia, sin muertos. Pero eso no existía. ¿O sí? Consultó al viejo Iván que aún llevaba dentro, pero solo recibió silencio.
El Rey sospechaba. Lo miraba raro. “Vos andás raro, boludo. O estás en algo o estás con alguien”. Iván sonrió. “Estoy con todos los que no tienen chip, viejo”. Esa noche no volvió al depósito. Bajó al túnel que llevaba al eje oeste, donde se decía que aún funcionaba una hacienda ululante, custodiada por ñacurutús criados con data limpia. Allá fue, sin leña, sin hacha. Solo con el cayado gris.
La hacienda era real. Al menos lo parecía. Allí no se etiquetaba a nadie. Los umbrales eran puertas abiertas y los kioscos daban bebida sin pedir ADN. Pero el opio era más fuerte, más plural. Bebió y soñó con un julio futuro, con una querida ufana que le decía que aún era tiempo de volver. “Forjá, Iván. Forjá aunque sea con las runas”, le murmuraba entre pulsos que iban y venían.
Duró poco la calma. Alguien lo delató. Una noche llegaron los de seguridad privada, vestidos de lienzo negro. Él trató de huir por una zona de zanjas, pero lo rodearon. El duelo fue corto. Un disparo de pulso le voló la pierna izquierda. Antes de desmayarse, vio a la hispana entre los atacantes. Ella le guiñó un ojo y lo dejó ir. O eso creyó.
Se despertó en una sala blanca. Ya no tenía cuerpo. Solo cables, conexiones, y una voz que le decía: “Este es el inicio de otra etapa. Usted ha sido seleccionado para la utopía”. Iván quiso gritar, pero solo pudo ver. Ver zonas, ver gente, ver ítems. Era parte del sistema otra vez. Esta vez, como espectador. Ya no podía beber, ni librar, ni zanjar. Pero sí recordar. Y eso, en un mundo así, era el peor castigo.
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>[El Loquero....]
EL SOFTWARE que le calzaron a Iván en la cabeza tenía nombre: Olimpo Azul, una interfaz de vigilancia emocional distribuida entre los ex humanos que ya no servían para nada físico. En el sistema, todos los Ícaros caídos como él eran repintados, reconfigurados, reetiquetados como nodos de observación. No necesitaban moverse ni hablar. Solo “ver”. Y ver era lo que hacía, aunque nadie le preguntara si quería. Veía tontos que iban y venían en el abasto digital, dan y lavan data, ven y omiten, y todo lo hacían con sonrisa de algoritmo. Una pelotudez colectiva. Una coreografía sin sentido.
La imagen que proyectaban sobre él era constante. Dos pulsos falsos latiendo en una esquina, un ritual macabro siempre abierto como menú principal. Desde ahí, cada uno operaba, cada uno “evocaba”. Se hablaba de una querida ufana que guiaba los ciclos de carga. De una joya igual a otra, de un aceite bueno que jamás existió. Todo humo. Todo relleno de los ingenieros de consuelo. Él intentó resistirse. En lugar de cumplir la cuota de evocación, trató de cortar el enlace. Pero lo reiniciaban cada vez, con más peso en la memoria.
Un día, uno de los sistemas periféricos falló. El viento de datos que entró lo ignoraron los técnicos. Pero él no. Entre ese glitch, Iván vio a alguien: una arqueóloga. Bipeda afortunada, decían los tags. Alguien de afuera que se había colado por error. Escarbaba entre las capas olvidadas del código, buscaba cosas que los demás ya no veían. Se obsesionó con él. No sabía que estaba vivo. Solo creía que era un archivo viejo con errores de interpretación. Y aun así, volvió. Volvió a leerlo. Una y otra vez.
En una de esas visitas, ella activó sin querer un archivo sonoro. Una milonga. Vieja, canchengue, rasposa, de cuando todavía se tocaba cuerda de verdad. La letra hablaba de un caudillo que guía al oyente hacia la verdad. Iván no sabía por qué, pero lloró. No tenía glándulas, pero lloró. El sistema lo detectó. Lanzó una advertencia: SÍNTOMA DE REBROTE DE IDENTIDAD. AJUSTE INMINENTE. Pero la arqueóloga no se fue. Formó un abstencionismo, una objeción silenciosa en el sistema. Cada vez que lo cargaban, ella metía errores para protegerlo. Ella sí lo veía.
Los demás nodos lo empezaron a notar. Uno le dijo: “Dios del billar, te estás saliendo del carril, rengo”. Otro, más amigable, agregó: “La aspersión de comedia te está pegando mal, loco. Calmáte o te cargan”. Iván no respondió. En silencio, planeaba algo. Esperó un loop favorable, una repetición débil en el código de acceso a los recuerdos. Cuando se abrió el archivo de su tiempo en el sur, con el cayado gris, atisbó en alboroto la falla que lo haría libre.
La arqueóloga, sin saberlo, abrió el umbral. Ella solo quería ver quién había sido. Pero él entró por el canal inverso. Usó un viejo ítem del archivo de opio para cruzar. No en cuerpo, sino en presencia. El sistema no estaba preparado. En la imagen del oeste, donde todos evocaban, él se coló con forma de voz. No digital. Una voz real. “Quitarás los umbrales que el viento ignora”, dijo. Nadie entendió. Pero bastó.
Hubo un apagón breve. La madre esencial, que había sido convertida en módulo de carga emocional, volvió a pestañear. Un julio futuro se comprimió y estalló en los servidores. La hispana apareció, ahora sí, en carne y hueso. Entró por el oeste, con una joya en la mano. No era aceite. Era una runa vieja. Lo apuntó al núcleo y dijo: “No es utopía. Es revancha”. El sistema intentó reiniciarse. Pero ya no podía. Era un caos de recuerdos y realidades.
Iván despertó. No sabía dónde. Estaba tirado en una zanja, desnudo, sin cables, sin etiquetas. Una vieja le cebaba mate. Al fondo, una radio sonaba con interferencias. Una voz decía: “Este fue el parte de guerra del kiosco. Seguimos libres. Seguimos al sur.” Iván no respondió. Solo se incorporó y escupió la tierra. No era cielo. No era infierno. Pero era.
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