#Milongas para mañana [la quinta parte]
[Durante horas hubo un silencio absoluto en el distrito....]
LA COSA empezó una madrugada de calor pegajoso en la ribera, allá por Quilmes. La neblina se mezclaba con el humo de los caños rotos y los químicos en aerosol que largaban las torres de bioprocesamiento. El eucalipto viejo, ese que quedaba a la entrada del barrio, ya estaba seco, rajado por el sol del cambio climático. El loco Fede, apodado El Titan, había vuelto al barrio después de ocho años de encierro en la Unidad Transhumana Nº6. No volvió a saludar ni a abrazar a nadie. Cayó con una campera blindada, unos lentes oscuros que parecían leer los ojos, y tres uñas de titanio negro que sobresalían como garras. Las llamaban "las uñas del iconoclasta", decían que eran herramientas quirúrgicas, útiles para abrir códigos, cofres, o gargantas, si se daba el caso.
Lo primero que hizo fue buscar a su hermana, Mía. La encontró en un pasillo de chapa, rodeada de fotos truchas pegadas con cinta: eran viejas copias en papel térmico, robadas de alguna base de datos sentimental. Ella no lo reconoció al principio. Tenía los oídos llenos de implantes auditivos de baja frecuencia, para no escuchar el ruido del aire contaminado. “¿Sos vos, Fede?”, le dijo, desconfiando. Él sonrió y no dijo nada. Le sacó un chip del cuello con una de sus uñas y lo tiró al piso. “Ese choto te rastreaba cada tres horas”, murmuró. No le pidió permiso. Nunca lo hacía.
En el bajo Quilmes se decía que Fede había sido parte del proyecto Maorí 7: un experimento iberoamericano que buscaba mezclar biotecnología y sabiduría ancestral con genética adaptativa de zonas rurales. Un axioma racial hecho carne, decían los noticieros pirata. Se lo tragó el sistema penitenciario sin juicio, con la excusa de que su código genético podía reescribirse para “amenazar la armonía social”. Lo criaron para ser un roedor cruel, dijeron. Él volvió para ser otra cosa. O eso parecía.
Esa misma tarde bajó a la ribera. Le preguntó a un viejo botellero por Befo, su ex socio. El viejo lo miró de reojo. “Acá no se pronuncia ese nombre, pibe”. Fede no insistió. Caminó por los bordes de las vías oxidadas donde pasaban los trenes de carga y vio a un grupo de chicos oliendo pegamento al lado de un geiser artificial que largaba vapor pútrido desde una fisura del suelo. Uno de ellos le ofreció un oboe—así le decían a una nueva droga nasal que vendían en tapitas. “No, pendejo. Ya vi lo que eso hace”, le dijo, y le tiró una moneda rota que sonaba hueca. El pibe se rió igual. “¿Y vos quién sos?”, preguntó. “Uno que volvió a cobrar cuentas”, contestó Fede.
El problema fue que Befo ya no era un simple atorrante de los docks. Ahora era jefe de sector. Tenía cinco drones de vigilancia, tres satélites reciclados, y controlaba el flujo de datos desde el nodo Sur. También tenía acceso al aire, o sea, al archivo respirable, que era como decir que podía matar de asfixia a cualquiera con un clic. Había vendido a Fede por un guión—un protocolo de seguridad que lo dejó desnudo ante los tribunales de bioética. El halcón maorí, símbolo del proyecto donde lo criaron, estaba tatuado en el pecho de Befo, y eso le daba autoridad entre los feudales.
Fede fue directo a su viejo aguantadero, detrás de la estación de hidrógeno. Todavía quedaban los dibujos en la pared: una ceja gigante, una silueta femenina armada, y la palabra ADUSTO mal escrita, que él había rayado en una noche de insomnio. Le costaba respirar ahí. Las copias del pasado le daban arcadas. Pero tenía que preparar el saque. Iba a entrar al centro de comando de Befo. Para eso necesitaba una combinación de códigos: los útiles. Se los había guardado en la piel, grabados en células muertas. Nadie lo sabía.
El saque fue esa noche. Subió al monorraíl desde una de las entradas oxidadas en Dock Sur, pagó el viaje con una uña: se la arrancó de cuajo y la entregó como moneda a un pibe jibarizado que vendía boletos. Sangraba, pero no le importó. “Una por cada traición”, dijo. El pibe no entendía nada. Nadie entendía nada. Solo él sabía lo que venía.
La torre central estaba cubierta de paneles de neón que cambiaban según el humor del algoritmo. Esa noche estaban grises, con tonos violetas. Eso quería decir que el sistema estaba en modo de defensa pasiva. Mejor. Menos seguridad. Se metió por un respiradero industrial, desactivó tres sensores de presión, y se dejó caer por una rampa de basura automatizada. Cayó en un pasillo de mantenimiento donde una mujer le apuntó con un arma láser. “¿Fede?”, dijo. Era Cata, vieja aliada. “Me dijeron que habías muerto.” Él se encogió de hombros. “Morí, sí. Pero no me enterraron.”
Cata lo ayudó a llegar al núcleo. Ella se encargó de los drones con un inhibidor sónico. “Siguen hinchando los oídos estos bichos del orto”, murmuró. “Yo también tengo una cuenta con Befo”. El núcleo de datos era una esfera de vidrio dentro de un tanque de nitrógeno. Tenía las iniciales del proyecto grabadas con fuego: R.G.A. (Reconstrucción Genética Adaptativa). Fede metió la mano sin guantes, quemándose la piel. Extrajo un chip verde y lo guardó entre los dientes. “Esto vale más que mil vidas”, dijo. Cata lo miró con algo parecido a pena.
Lograron salir por la parte trasera del complejo. Los drones no tardaron en reaccionar. Los siguieron hasta un basural en la zona de los frigoríficos abandonados. Ahí esperaban dos jinetes. No eran gauchos: eran híbridos. Humanos con esqueletos de carbono y ojos ópticos. Jugaban al ajedrez mientras esperaban, y uno de ellos decía que “el jaque mate no era solo una jugada, era un destino”. Les dieron refugio. Por unas horas, al menos.
Pero Befo ya sabía. Mandó a los pacificadores, un grupo de exmilitares con trajes impresos en 4D. Fede y Cata resistieron lo que pudieron. Usaron el geiser como distracción: liberaron presión y quemaron a dos enemigos. Pero no fue suficiente. Los jinetes cayeron. Cata también. A Fede lo atraparon, pero no lo mataron. Querían extraerle los códigos.
Lo llevaron a una sala de tortura sensorial. Le proyectaron rostros familiares deformados, le aojaron los ojos con luces pulsantes. “Tu pudor es irrompible, ¿no?”, dijo un técnico mientras le inyectaba recuerdos falsos. “Ya vas a hablar.” Pero Fede no hablaba. Usó su lengua para romper el chip entre los dientes y liberar un virus dentro del sistema. El núcleo colapsó. Befo fue expuesto. El aire se volvió libre.
No ganó nada. Ni gloria ni paz. Lo soltaron cuando ya todo estaba hecho mierda. El barrio lo miraba como a un enfermo. Ya no era humano. Ni iconoclasta. Solo un tipo al que le faltaba una uña y le sobraban recuerdos. Caminó hasta la ribera, donde los pibes aún esnifaban oboe. Uno le preguntó quién era. “Nadie”, dijo. Y se metió en el agua sucia, donde el eucalipto seco flotaba como un cadáver.
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[Morí, sí. Pero no me enterraron.....]
FEDE NO se ahogó. El agua apenas le cubrió el pecho, y el olor a metano le ardía en los pulmones, pero su cuerpo ya no era del todo humano. Yacía ahí, medio hundido, titilando como una figura errante que se resiste a desaparecer. No sentía frío. Ni fiebre. Ni hambre. Solo una especie de fastidio pegado al pecho, como si lo hubieran jibarizado emocionalmente. En el fondo de la costilla izquierda le picaba el recuerdo de Cata. Su cara, su voz, y ese modo de decir “dale, no la cagues” como si fuera la última doncella del sur que todavía creía en el pudor. Ya nadie creía en el pudor. Menos ahí, en el borde del infierno.
Pasó la noche entre buches de agua podrida, escuchando a los drones pasar como moscardones borrachos. Al amanecer, salió arrastrándose. El calor volvía. Un otoño largo, gris, de esos que no sabés si van o vienen. Le dolía el costado izquierdo. Tenía una mancha roja que parecía edema, pero él sabía lo que era: un viejo injerto de silicio infectado. No había cura para eso. Un buzo jibarizado lo encontró cerca del corral de los gallos mutantes. Lo miró con asco. “Sos el de los códigos, ¿no?”, dijo, y le escupió cerca. Fede ni se inmutó. El buzo se fue como si nada. Acá nadie respetaba a los caídos. Solo a los que disparaban primero.
Caminó sin rumbo hasta el viejo club de ajedrez donde entrenaban los jinetes híbridos. Solo quedaba uno, sentado en una silla de ruedas mecánica. Tenía los ojos vendados y una pistola en el regazo. “¿Fede?”, preguntó. “No”, contestó. “Fede murió.” El jinete soltó una carcajada. “Sí, boludo, pero todavía hablás como él.” Le ofreció un zeque—una especie de licor fermentado con fique y baba de babosa transgénica. Fede aceptó un trago. Le quemó el paladar. “Están buscando reemplazo en el nodo”, dijo el jinete. “Ahora que Befo cayó, hay un vacío de poder.” Fede bufó. “No vine a reemplazar a nadie. Vine a hacer que esto termine.”
En los días siguientes, el nodo central se fragmentó. Las subredes feudales empezaron a guerrear entre sí. La gente del barrio lo llamaba “la guerra de los buches”. No eran batallas clásicas: eran apagones, sobrecargas, interferencias sónicas. Una madrugada alguien tiró una cabeza de loro programado en la plaza. “Mensaje del este”, decían. Había rumores de que los jibaros del sur estaban planeando alzarse. Fede fue a verlos. Lo recibieron entre gritos. Uno le apuntó con una lanza láser al cuello. “¿Vos traés otro yugo, otro jefe?”, preguntó una mujer de cara ufana. Fede alzó las manos. “No traigo jefes. Traigo la posibilidad de que no haya más.”
Los jibaros no eran santos, pero no eran pelotudos. Le dieron acceso a un viejo satélite espía, perdido en la órbita desde hacía dos décadas. Con eso, Fede logró interceptar las comunicaciones entre las bandas que querían retomar el control. Se enteró de algo peor: había un pacto entre los feudales y una corporación extranjera, Obscura Hado Inc., que planeaba reactivar el nodo en forma privada. Un nuevo algoritmo con control total de pensamiento. Una dictadura neuronal. Se le heló la sangre. Era peor que Befo. “Esto no es solo un país fundido. Es un cuerpo colonizado”, se dijo.
No le quedaba tiempo. Buscó a los buzos, les pidió explosivos. No eran materiales militares: eran bombas caseras hechas con elementos de limpieza y resina. Con eso pensaba volar la base madre del nodo. Pero la paranoia no le dejaba dormir. Veía sombras, escuchaba voces, sentía que algo lo seguía. Su vieja fobia volvía: el miedo a volverse parte del sistema sin notarlo. El miedo a ser una herramienta. Una uña más del monstruo. En su mente, todo era oscuro. Soñaba con una doncella que lo llamaba por su nombre, y con una figura encapuchada que lo empujaba hacia el vacío.
La noche del ataque llovía como si el cielo se quebrara. Fede entró por los túneles pluviales, esquivando sensores con una capa de látex oxidado. Plantó los explosivos en la base de datos principal. Antes de salir, vio una consola encendida. Se acercó. En la pantalla, una imagen: la cara de su hermana. “¿Fede?”, dijo. No era ella. Era una imitación neuronal. Un señuelo. Pero lo quebró. Cayó de rodillas. “Qué normal se siente esto...”, murmuró. Luego se levantó, y con toda la ira contenida, disparó al núcleo con un arma de pulso que había escondido entre los dientes. La explosión no fue grande. Fue precisa. Como un hachazo al corazón de un monstruo.
El nodo colapsó. Las torres cayeron una por una. La señal murió. Durante horas hubo un silencio absoluto en el distrito. La mañana siguiente trajo un sol falso, pero sin vigilancia. Fede apareció entre los escombros, medio quemado, medio vivo. Alguien dijo que lo vieron caminando hacia el oeste, con paso firme, sin mirar atrás. Algunos lo creen muerto. Otros dicen que yace en un conventillo de San Telmo, enseñando ajedrez a pibes para que no caigan en el sistema. Lo cierto es que el yugo se rompió, al menos por un rato. Y que cuando el aire volvió a oler a mierda y no a plástico, todos supieron que la libertad no era eterna, pero por lo menos era real.
>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>Diógenes Tacuara
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