#MILONGAS PARA MAÑANA [la cuarta parte]
[>Bienvenido al edén educativo...]
ERA lunes, pero en el barrio nadie lo llamaba así. Era día de reparto, día de “la eclosión educativa”, como lo jodía irónicamente la vieja Mirta desde su puesto de ravioles con queso. Yo, en cambio, me desperté con olor a humedad y a asado de nabo recalentado del domingo. La luna seguía en el cielo, media torcida, como curvada bienal de feria trucha. Bajé del altillo y me puse las botas con barro seco de ayer. En la tele del fondo, un universal gran pifie: “La Lotería Practicada Alejado” transmitía su show de prótesis emocionales en diferido. La voz enlatada decía: “Mirá hacia el oeste, que ahí está la luz inundada”. Yo ni miré. Había que salir.
En el pasaje Perdomo y Callao, la usina seguía parada. Un león dibujado con aerosol cuidaba la entrada, con una inscripción debajo: EL EJE CON IRONÍA HA OÍDO A LA MAFIA. Nadie sabía si era arte urbano o un mensaje de advertencia, pero los pibes lo respetaban. Mi laburo era simple: cobrar el peaje de datos. Cualquiera que cruzara con hardware visible tenía que soltar el backup al nodo que cuidaba yo. Había un juez del barrio, ligero, medio ido, medio santo, que había dicho que esa práctica era legal. Se llamaba Don Sin Evolución. Un nombre de mierda, pero bancaba el orden. A veces traía ñoquis con mijo como soborno. Otras veces, traía paz. Pero poca.
El miércoles cayó Iván, el uxoricida. Caminaba como si nunca hubiese matado a nadie, con tres tunas en una bolsa de red. Me dijo “hola peón”, como si no me conociera. Le escaneé el brazo y saltó su prontuario en la pantallita: eliminador de óvulos, manipulador de biopsias, ex técnico de una usina de clones hebreos. Una belleza de sujeto. “¿Qué hacés por acá, degenerado?”, le escupí. “Vengo a ver el umbral”, me dijo, como si fuera una postal. El umbral era una casucha rota, con íconos de la vieja red colgados como rosarios: Google, el Sol de Mayo, un CD de Sandro. “Someterán ese umbral para fin de mes”, dijo Iván. Y siguió caminando.
El ejército del éter pasó el jueves a la madrugada. No eran soldados, eran freelancers con implantes, buscadores de signos en la noche del conurbano. Venían con traje blanco y luz en las manos, buscando tejidos compatibles. “¿Tenés algo dorado?”, me preguntó uno. “¿Oro, decís?”. “No, tejido oro. Como en las leyendas hebreas”, me dijo. “Anda a la concha de tu madre”, le dije. Se llevaron a tres pibes del barrio. Uno tenía una oreja extra en el cuello. Otro, un ojo detrás de la nuca. El tercero, nada. Sólo era zurdo y eso ya parecía raro en estos días. Don Sin Evolución dijo que no se podía hacer nada. “Es la ley del oeste”. Yo agarré mi cuchillo y lo afilé toda la noche.
El viernes, la mafia vino a cobrar. Un tipo con cara de pan dulce viejo me mostró una foto impresa. Era mi hermana, en una universal gran pifie: metida en un laburo de sublimación neural. “La queremos para un spot”, dijo el tipo. “No se vende gente”, le dije. “No, se alquila”. Me dejaron una nota: TE QUEDA UNA SEMANA, DESPUÉS EL UMBRAL ES NUESTRO. Fui a ver a Mirta. Me cocinó ñoquis con nabo y me dio una linterna. “Se te va a prender cuando veas a alguien sin ego”, dijo. Yo le creí. No sé por qué, pero le creí. Esa noche no dormí. Veía signos en las sombras, en la yerba mojada, en los ravioles fríos del mediodía.
El sábado hubo asado. Grande, popular, con un león de carne tallado a cuchillo. “Una tradición del Edén”, decía el gordo Gaita. Yo miraba la parrilla pero pensaba en Iván. “El umbral tiene dueño”, me había dicho, como si supiera algo. Lo busqué por la calle del hospital viejo. Lo encontré haciendo una biopsia en el piso a una rata. “¿Qué mierda estás haciendo?”, le grité. “Estoy buscando el signo”, me dijo. “El que nos va a amilanar”. Le metí una patada en el pecho y le pisé la mano. “Ojalá te hagan picadillo, Iván”, le escupí. Me fui con la rata en el bolsillo, por alguna razón. Me la llevé a casa y la encerré en un frasco.
El domingo, mientras la ciudad dormía bajo cables y mierda, la linterna se prendió. Era el juez. El ligero juez, parado en el umbral. Sin ropa, con un raviol en la mano. “Este es el último día”, dijo. “O los educamos, o nos comen”. No supe si hablaba de los pibes, de la mafia o del ejército del éter. Pero algo se venía. En la tele, la lotería seguía, como un loop de esperanzas estériles. La luz inundada entraba por las rendijas, pero no iluminaba un carajo. Fui al baño, miré la rata en el frasco. Tenía ojos humanos. Me miró como si supiera. Vomité.
A la noche, Iván volvió. Me trajo la oreja del juez. “Era un ícono. Falso”, dijo. “No tenía ego”. Me dejó una bolsa con tres tunas y un raviol. Se fue sin más. Fui al umbral. Había luz, pero no venía de ninguna parte. En el suelo, tejido oro, como si alguien lo hubiera bordado en la tierra. La rata se me escapó del bolsillo. Corrió hacia la puerta y se metió. Yo la seguí. El otro lado era igual, pero peor. Era como si el Edén hubiera pasado por una usina de desechos y salido retorcido. Sentí que algo se me desprendía del ombligo. Algo que zumba. Algo que hesita. Algo que dice: “Esto recién empieza”
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[>Se te va a prender cuando veas a alguien sin ego...]
EL UMBRAL me escupió al otro lado como un perro muerto. No había cielo, sólo cables y reflejos. Caminé entre un hedor espeso, donde cada baldosa era una época de yerba fermentada. Ayer ya no existía. Era todo exilio, ipso exilio, un presente que se tragaba a sí mismo como raviol sin relleno. Vi un cartel que decía ZONA EDUCATIVA - VERSIÓN 17.0. Los pibes jugaban con órganos impresos. Uno me mostró su cordón umbilical tatuado con códigos QR. “¿Dónde está la luz?”, le pregunté. “Agonía umbilical”, me contestó. Y siguió jugando.
El primer humano que vi tenía un globo ocular en la lengua. Lo usaba para ver el futuro. Me dijo que yo tenía un destino: “lubricar la máquina”. No pregunté. Me llevó hasta un almacén de lotería neuronal. Ahí, las emociones se vendían en cápsulas. El vendedor era una sombra. Me reconoció. “Vos sos el del barrio. El del eje”. Le dije que eso ya no existía. Que la mafia se había comido el oeste. Me ofreció una biopsia emocional gratuita. “Para que no sientas tanto”. Le dije que prefería seguir odiando.
Más allá del barrio espejado, se alzaba la usina de signos. Era un bloque negro, sin puertas. Me acerqué y el piso zumba. Una tipa con media cara de cromo me paró en seco. “¿Tenés don?”, me preguntó. “Tengo hambre”, le dije. Me dio un asado con nabos, versión sintética. Me lo tragué sin masticar. Me llevó por un pasillo donde las paredes susurraban cosas: “ícono, usina, don, someterán, alejado”. Las palabras se repetían como oraciones vacías. Sentí que algo en mí se rendía. Algo que había peleado en el otro lado.
Me ofrecieron trabajo: limpiar los restos de los que no pasaban el umbral. “Hay que eliminar los óvulos deformes, los pifies genéticos”, dijo el supervisor. “¿Y si son humanos?”, pregunté. “Nadie lo es del todo”, me dijo. Acepté. Me dieron un traje que picaba, un escáner y un cuchillo curvado. Trabajé tres días. Maté a doce seres. Uno tenía la cara de Iván. Otro, los ojos de mi vieja. El último me miró fijo y dijo: “Te perdono”. Ahí tiré el cuchillo. Me fui caminando, sin rumbo. Sin luz.
Ahora vivo en un cubículo. Me llega yerba una vez por semana y un raviol de premio si no lloro. Hay paz, dicen. Pero no hay ruido. Ni luna. Ni jueces. Ni ego. Sólo una pantalla que repite: BIENVENIDO AL EDÉN EDUCATIVO. A veces me acuerdo del barrio. De Mirta. De los ñoquis con mijo. De la linterna. De la rata. Pero son sueños que hesitan, como un zumbido en la nuca. Acá no hay salida. Acá no hay umbral. Sólo queda mirar el techo y esperar que alguien encienda la luz.
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