*LAGUNA*

[Un sitio olvidado de la ciudad. El tiempo repite gestos como un eco enfermo, un abasto cualquiera esconde lo imposible. Un árbol cuelga de una soga, un clarín anuncia dictados que nadie recuerda haber aprendido, y un bolígrafo escribe destinos en carne ajena. Aquí, en la intersección entre lo real y lo absurdo, un hombre descubrirá que la lógica puede ser tan letal como una viruela fértil. Bienvenido... a la otra orilla de lo cotidiano....]


LA PRIMERA VEZ que lo vi fue en el abasto, cerca del embarcadero que bordea la laguna. Estaba ahorcado, pero nadie parecía notarlo. El cuerpo colgaba frente a una persiana baja, justo al lado del puesto de abarrote donde un linyera con albornoz gritaba promesas de aceitera mientras tocaba el clarín con la embocadura invertida. Aedo, un hombre que decía ser discípulo de dios, leía en voz alta dictados civiles mientras un alazán sin montura, pintado de rojo, caminaba en círculos. Tal escena se repetía todos los días a la misma hora, como si fuera la aspersión de una comedia grabada por cámaras invisibles. Yo atisbaba desde un banco roto, bebiendo un cítrico tibio, dudando si era un arresto del sueño o una concepción real.

Cada mediodía, el mismo alboroto se armaba como si el tiempo regresara. La cabalgata, el dictado, el clarín, el linyera. Siempre lo mismo. Nadie miraba al ahorcado. Una mujer con la antera hinchada —decía venir del Amazonas— intentaba vender jabones. A veces se acercaba al cadáver y lo acariciaba como quien busca absorber una aberración. El calor abotagante del bulevar hacía que el asfalto se abriera en venas negras, y sobre ellas, un jeque de aspecto oblicuo vendía bolígrafos en un puesto improvisado. Decía que había calado la viruela desde su fértil concepción, que podía complicar o cercenar voluntades con tinta azul. Yo formé un abstencionismo interno para no involucrarme, pero fue imposible.

El día que el cadáver desapareció, fue sustituido por un árbol. Un abeto, abovedado y torcido, surgía de la misma cuerda. Nadie pareció notarlo. La gente seguía su rutina exacta, como si calcaran las horas anteriores. El aedo, al parecer mexicano, cambió su discurso: hablaba de un alazán ciego, de claxon sagrado, de un dios de billar que "chingaba" las reglas. El linyera gritaba: “¡Voy a poder absorber la epidemia con jabón de limón!”. La del Amazonas, en vez de jabones, ofrecía brasas. Y el jeque, ahora con bastón de oro, aseguraba que esa carga nueva era el principio del fin. Yo no podía más que aspirar a cohibir mi reacción, porque sentía que algo se quebraba dentro, algo no humano.

Decidí acercarme al árbol una madrugada, cuando el lugar estaba vacío. No sé por qué esperaba que el cuerpo volviera. El aire tenía la densidad de una cámara de gas. Vi a un rengo entre los arbustos, acariciando un brasalete absorbente de energía, susurrando frases que no entendía. “Es el arresto del alazán... es el dictado del coito abisal...”. Me preguntó si había visto el embarcadero, si recordaba el albornoz. Yo asentí. Me ofreció un jabón. “Es para el alma”, dijo. Luego desapareció en el vapor. El abeto tenía grabadas frases con bolígrafo. Una de ellas decía: HOY COLONIZA ABSTINENCIA QUIEN CLAVA LA CONCEPCIÓN DE LA CARGA. Otra: DIOS FUE AL CALOR DEL ALBOROTO.

El día siguiente fue más extraño. La laguna hervía. Literalmente. Del agua salían burbujas verdes, y varios hombres con lo que parecía un claxon en lugar de boca, caminaban descalzos por el embarcadero. El aedo dictaba ahora desde lo alto del abeto, con megáfono. A su alrededor flotaban hojas con dibujos del alazán y del jeque. Nadie parecía extrañado. La gente formaba filas para recibir brazaletes de jabón. El linyera vendía viruela en frascos. “La fructífera viruela es para absorber la abstinencia del dios del billar”, gritaba. Yo ya no distinguía si era comedia o dictado sagrado. No sabía si estaba vivo o si ese abasto era un limbo. El bolígrafo del jeque ahora emitía sonidos, dictaba órdenes.

Esa noche soñé con una cabalgata que cruzaba el bulevar, liderada por el mismo alazán, con un rengo encapuchado montado sobre él. A su lado, un discípulo con albornoz lanzaba aspersores de luz. Yo era uno de los jinetes. En la mano tenía una piedra con la forma de una antera. Desde la laguna emergía el árbol, y sobre él, el cadáver original sonreía. Me desperté con la idea fija de que el árbol debía ser cercenado. No por salvar a alguien, sino por poder. Por romper la repetición. Por complicar el dictado. Por ahorcar el abstencionismo.

Esa mañana fui al abasto con un serrucho. No había nadie. El calor era tan denso que parecía que el aire se podía masticar. El árbol estaba allí, quieto, pero con ramas nuevas que formaban una especie de bulevar suspendido. Subí con dificultad, atravesando hojas de cítrico y espinas como jabones cristalizados. En lo alto, encontré al rengo, que ahora usaba el clarín como bastón. “No podés cortarlo”, me dijo. “Ya es dios”. Le grité. Lo empujé. Cayó. No supe si murió o si fue una abstención. Yo seguí subiendo. Arriba de todo estaba el jeque, dormido sobre una sábana de brasas. Su bolígrafo flotaba. Lo tomé. Escribí: HOY ES EL FIN DE LA CONCEPCIÓN DE COMEDIA. Y todo se disolvió.

Desperté en una celda, con las paredes cubiertas de dibujos del alazán, del árbol, del linyera. Tenía la boca tapada con jabón. El rengo me miraba desde una silla, con el clarín sobre las piernas. “Aedo de lo imposible”, me llamó. “Formaste el dictado, lo sabés”. Afuera se oía el claxon de una cabalgata. La laguna, dijeron, había cambiado de color. La viruela era fértil otra vez. El bulevar había sido cercenado por un dios de billar. Yo ya no era nadie. Tal vez lo había sido. Tal vez era hoy. Tal vez sólo fui la carga de un árbol que alguna vez ahorcaron en el abasto.

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AHORA ESTOY en un hospital. Me dicen que nunca existió un abasto en la ciudad, que no hay laguna, ni embarcadero. Que lo mío fue una fiebre cerebral, producto de una epidemia muy antigua. Pero cuando se van los médicos, escucho otra vez el claxon del alazán por la ventana. Los dibujos del albornoz, del jeque y del bolígrafo están en las paredes de mi cuarto, aunque nadie más los ve. A veces, el jabón del baño deja palabras en el espejo empañado: AEDO, HOY ES. En la televisión repiten la imagen de una cabalgata en cámara lenta. Yo sé que es una señal.

Una enfermera trae una radio portátil. La deja junto a mi cama. Dice que es para calmarme, pero sólo transmite una misma voz repitiendo frases: “Del dictado al arresto, del clarín al abeto”. A la noche me duermo con esa letanía. Sueño con el linyera que absorbe aberraciones. Me muestra el árbol partido, y debajo, un túnel que conduce a un nuevo embarcadero. Despierto sudado, y hay un bolígrafo sobre la mesita de luz. Está seco. No escribe tinta, sino calor. Lo uso sobre la pared blanca y aparece un rostro. El mío, pero más viejo, más divino, más comediante.

Me permiten salir. Caminando por el barrio noto algo distinto: todos los autos tocan el claxon con el mismo ritmo. La gente parece hablar en dictados, como versos encadenados. Paso por una ferretería. Hay un cartel que dice: HOY, SÓLO JABONES. Entro. El vendedor es el rengo. No tiene clarín, pero cojea igual. Me reconoce y me sonríe. Me da un frasco con viruela en polvo. Dice que es para absorber abstinencias futuras. No pregunto. Sé que hay que aceptar las reglas nuevas. Afuera, el calor es idéntico al del bulevar. Escucho un alazán. Vuelvo a casa. Abro la ducha. Sale agua con sabor a cítrico.

Esa noche llega una carta sin remitente. Es un dictado civil, con la orden de fundar un nuevo abasto en el subsuelo de mi edificio. Dice que debo ser el aedo. Que la cabalgata regresará. Que el bolígrafo es la llave. Que el árbol aún existe, pero está dormido dentro de mí. Todo encaja. Vuelvo a abstenerme del juicio. Bajo al sótano y empiezo a construir con restos: jabones, clarines rotos, dibujos, brazaletes, viruela seca. Los vecinos ayudan sin saber por qué. Alguien me llama “jeque”. Otro, “usurpador”. Sonrío. Ya no distingo si soy discípulo o dictador, si estoy ahorcado o plantado.

El día inaugural del nuevo abasto, aparece el árbol. Esta vez con luces. La cabalgata lo rodea. El linyera da jabones benditos. El alazán canta desde una radio. El rengo anuncia con voz metálica: “Hoy, por este arresto, el dios del bolígrafo ha dictado abstención total”. Yo me siento al pie del árbol y me entrego. Una cuerda cae del cielo y la tomo. Asciendo. Desde lo alto veo todo: el embarcadero, la viruela, el calor. Y pienso: tal vez sólo estoy dentro del bolígrafo de otro. Tal vez fui escrito. Tal vez mañana despierte como jabón o como claxon.


(tomado de "Tres Accidentes con Suerte" de Diógenes Tacuara)

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