*ALTAR CRETENSE*

>[En algún rincón olvidado del Mediterráneo, el tiempo se curva y la realidad cede. Un altar antiguo, un objeto caído del cielo, y un joven con más preguntas que miedo. Pero en este lugar, la curiosidad no abre puertas... las sella. Esta es la historia de Panagios, y de lo que ocurre cuando alguien cruza una barrera...]


EN EL altar cretense que los alisios custodiaban como perros etéreos, los lugareños decían que una cápsula advenediza había caído del cielo hacía ya décadas. No la habían tocado. Estaba allí, intacta, entre arbustos de apio silvestre y fragmentos de brazaletes oxidados que hacían de asiento del rocío matinal. Aquel que osara chapar alguno de esos objetos o simplemente adentrarse sin permiso en el claro, decía la anciana del pueblo, era condenado a aplazar toda delación: no podría contar jamás lo que había visto ni hacer memoria de ello. Lo hábil, repetía con voz ronca, es evitarlo, rodearlo, ignorarlo. Pero Panagios, un joven pescador hastiado de redes vacías y de tormento interior, decidió romper la advertencia. “Vas a tragar el precio de tu curiosidad”, le murmuró su madre la noche anterior al viaje. Él no respondió. Al amanecer cruzó el sendero oculto que nacía tras el faro abandonado y llegó al altar. Sintió un pulso tibio, casi humano, vibrando en el aire. Se acercó. Tocó la cápsula. Esta se abrió con un sonido leve, húmedo.

No hubo luz, ni explosión, ni voces del más allá. Solo un cambio leve, una distorsión. El apio se secó en segundos, como si décadas hubieran pasado. Panagios retrocedió. Los brazaletes absorbentes de energía comenzaron a flotar alrededor suyo, pegándose a sus muñecas como grilletes líquidos. Todo parecía igual, pero distinto. Volvió al pueblo. Nadie lo reconocía. Su madre había muerto hacía diez años. Su casa era ahora una biblioteca. “Lo siento, señor”, le dijo el nuevo bibliotecario, “aquí no vive ningún Panagios”. Ni su rostro en el espejo ni su sombra en la arena le pertenecían. Lo intentó todo: cartas, gritos, incluso enterró los brazaletes, pero al día siguiente reaparecían. No podía delatar lo ocurrido. Las palabras no se acomodaban en su lengua. Empezó a escribir, pero las letras se borraban. Decidió quedarse cerca del altar, observando cómo los días pasaban sin reconocerlo. Cada tanto, un forastero llegaba, chapaba algo, y desaparecía también. Panagios comenzó a recordar fragmentos: el altar no era el origen, sino una puerta. Pero hacia dónde, aún no podía saberlo.

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UNA madrugada, cuando los alisios soplaban con una densidad distinta, la cápsula volvió a abrirse, esta vez sola. De su interior emergió una figura infantil cubierta de musgo, con ojos como cuarzo rajado y voz de cristales rotos. Se acercó a Panagios y le ofreció un trozo de apio seco, sin decir palabra. Él lo tragó sin preguntar. Entonces sintió un tirón en el pecho, como si su cuerpo se partiera en dos líneas temporales distintas. Una lo arrastró hacia un pasado alternativo donde jamás se había acercado al altar; la otra lo empujó a un futuro en el que era custodio de la cápsula, ya sin cuerpo físico, reducido a una especie de conciencia líquida. En ambas, era incapaz de hablar, de explicar, de delatar lo que había vivido. Al cerrar los ojos podía ver el altar flotando en mitad del océano, rodeado de otras cápsulas, cada una con un habitante condenado. A veces soñaba con una gran sala bajo tierra, donde las cápsulas eran examinadas por seres que anotaban todo sin comprender nada. La figura infantil volvió a aparecer una noche y simplemente dijo: “Aún no”. Desde entonces, Panagios dejó de contar los días. El altar seguía allí. Alguien más vendría. Tal vez esta vez lograrían abrir la cápsula sin aplazar la verdad. Tal vez no. Lo único seguro es que él estaría vigilandola por el resto del tiempo. 


(Tomado de "Tres Accidentes con Suerte" de Diógenes Tacuara)

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