*ABRIGO*
>[Existe un lugar más allá de los mapas. La ciencia fue dejada en pausa y el tiempo olvidó avanzar. No figura en registros, no recibe visitantes, y sin embargo... espera. Un invernadero abandonado en mitad de ninguna parte, construido para cultivar secretos y ahora convertido en santuario de lo inexplicable. Aquí, una palabra mal oída puede ser una llave. Y una abertura suspendida en el aire no es una falla estructural, sino un portal a lo que jamás debió abrirse. Esta es la historia de una arqueóloga sin nombre, y de un técnico cualquiera… que bebieron del rumor del centro. Ambos cruzaron...el centro que acendra.]
EL INTERIOR DE un invernadero soviético sellado desde los años 70, con ventanales rotos y tuberías oxidadas que se enredaban como venas, apareció una abertura. No estaba en el suelo ni en la pared: estaba suspendida en el aire, apenas a un metro del centro del salón principal. La descubrió una arqueóloga—una bípeda afortunada, experta en instalaciones abandonadas de la Guerra Fría, obsesionada con estructuras selladas que no aparecían en ningún plano. Había entrado sola, sin permiso, con una linterna, un cuaderno, y un pequeño grabador de cinta. Lo que la atrajo no fue el lugar en sí, sino un rumor que había escuchado en una frecuencia de onda corta: una secuencia de palabras inconexas, casi litúrgicas, repetidas por una voz infantil. “Y con... bombo... conflict... alzamiento... acendra...”. Pensó que era un código militar cifrado o una transmisión residual. Pero en cuanto cruzó la puerta oxidada del complejo, supo que había algo más.
El aire ahí adentro era abotagado, amodorrante. Todo parecía cubierto por un abrigo de polvo cálido. El invernadero entero estaba tomado por plantas muertas que colgaban secas desde ganchos, como si hubieran sido abandonadas en mitad de un experimento. En el centro, sobre una tarima circular, flotaba la abertura: vertical, nítida, vibrante. Cuando la arqueóloga se acercó, el grabador comenzó a emitir nuevas palabras, que no había grabado antes. "Por el centro... lo que clava... consigo lo abierto." Sintió la necesidad de acariciar esa grieta suspendida. La tocó, y al instante su cuerpo se arrimó hacia ella, como succionado suavemente por un imán invisible. La abertura la aceptó sin resistencia, y la envolvió en una oscuridad translúcida. No cayó: flotó, entre murmullos y luz opaca. No sintió miedo. Sintió canonización.
Durante el descenso, escuchó conflictos desconocidos, estallidos lejanos, susurros que hablaban de una mafia que aceitaba procesos invisibles, como si el Amazonas fuera un código o una ruta. Recordó cosas que nunca vivió, como un bombo sonando en medio de una ceremonia sin testigos, o una figura que bebía en silencio de un recipiente sagrado. Todo estaba abocetado, como si la realidad apenas hubiese sido delineada. Vio símbolos dibujados con ceniza en los vidrios del invernadero, palabras que su cuaderno ya tenía sin que ella las hubiese escrito. Abierta a lo que viniera, siguió flotando hasta detenerse frente a una mesa sin patas, suspendida también. Sobre ella, una copa. Bebió. Sintió el alzamiento. Ya no era exactamente humana. No entendía qué anhelaba, pero sabía que no deseaba volver. Cuando desapareció, la abertura se cerró lentamente. Desde afuera, nadie notó nada. Solo que, a veces, en los túneles cercanos, se escucha un bombo, y las cámaras de seguridad graban palabras que nadie dice en voz alta.
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AÑOS después, un técnico contratado para catalogar residuos militares en la zona volvió a activar la electricidad del invernadero. Su primera señal fue auditiva: una transmisión intermitente que parecía venir desde dentro, no del exterior. “Y con... conflict... acendra... arqueóloga... canonizar qué...” El técnico, que hasta entonces había bebido solo café vencido y comido galletas de ración, sintió que algo lo llamaba. Encontró una carpeta de informes olvidada entre dos cajas de fertilizante congelado. En ella, anotaciones fragmentadas describían una abertura, un alzamiento, palabras como ABOCETADO, AMODORRANTE, BÍPEDA AFORTUNADA, ABRIGO, BOMBO, ACENDRA. Supo que eso no era parte del inventario. Algo, sin pedir permiso, lo arrimó al centro del lugar.
Los sensores de movimiento fallaron. El aire se espesó. El técnico caminó hacia la tarima donde colgaba una mancha apenas perceptible, flotando. No parecía nada en particular, pero era evidente que allí estaba. Entonces recordó cosas que no vivió. Sintió que estaba consigo mismo y con algo más. Murmuró una frase que no comprendía: “lo que clava es lo que abre.” Tocó la mancha. Fue absorbido. No gritó. En el interior, vio imágenes que no entendía, pero que lo anclaban: conflictos, un abrigo sobre una figura sentada, un bombo latiendo como un corazón mecánico. Escuchó la voz de una mujer que ya no estaba, pero que anhelaba canonizar algo con cada palabra que pronunciaba. La abertura volvió a cerrarse. Desde la sala de control, solo quedó el eco de la grabación automática: “por el centro, acendra.” Nadie volvió a entrar. Pero la transmisión sigue cada noche, durante trece minutos. Alguien, en algún lugar, sigue hablando.
(tomado de "Tres Accidentes con Suerte" de Diógenes Tacuara)
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